martes, 12 de noviembre de 2013

INFLEXIÓN DE LAS TELEVISIONES PÚBLICAS

Las circunstancias que concurren en Canal Nou, la televisión de la Comunidad Valenciana, han puesto al desnudo problemas, condicionantes, miserias y confesiones discutibles y extemporáneas de la profesión periodística pero también han reabierto el debate sobre el modelo de las televisiones públicas en el país. Las reacciones posteriores, desde un cierre decretado por el Gobierno de la Generalitat y el apoyo de un ministro a la medida, hasta la resistencia de los trabajadores y el clamor popular para que se mantenga abierto el canal hacen aún más complicadas la situación presente y las perspectivas de futuro.
Cuando el cierre de la televisión pública griega, el pasado mes de junio, anulado -recordemos- por el Consejo de Estado, una especie de Tribunal Supremo Administrativo, se constató por la Federación Europea de Periodistas (EFJ) que la decisión de ejecutivo heleno era un monumento al absurdo. Por consiguiente, escribimos entonces, se trataba de un duro golpe a la democracia, al pluralismo de los medios de comunicación y al periodismo, cada vez más duro de ejercer en los tiempos que corren.
Los acontecimientos fueron aprovechados por los detractores para apuntar que en nuestro país y en nuestra comunidad debía hacerse, poco más o menos, lo mismo. También dijimos entonces que estas explicaciones desembocaban en el estuario demagógico: consecuencias de ahorro en el sector público, destino alternativo de los recursos previstos para tal fin y favorecimiento de la iniciativa privada. Ni la más mínima consideración, por supuesto, del carácter del servicio público y del desempleo automáticamente engrosado. Curiosamente, el actual presidente de la Comunidad de Valencia, Alberto Fabra, hizo una infeliz declaración para valorar las consecuencias de la anulación del ERE por parte de la Justicia: tenía que haber pensado y obrar consecuentemente en su momento, es decir, impedir el cierre de colegios o centros sanitarios cuando aún podía su Gobierno seguir manejando a su antojo los hilos de la radiotelevisión pública levantina que, tal como se ha trascendido, era moneda corriente. Y sin escrúpulos.
Y entonces llegamos a la cuestión del modelo. Las televisiones autonómicas, y posteriormente las locales (aunque éstas, en  su mayor medida, de titularidad privada) nacieron con vocación de cobertura cercana, de enriquecimiento de la oferta audiovisual, de divulgación de los valores etnográficos, históricos y culturales, del cuidado de la difusión de lenguas distintas al castellano, de fomento de la industria audiovisual del entorno más próximo y hasta de propiciar -como es el caso de la Ley que regula la creación de la televisión canaria- un servicio educativo en determinadas franjas horarias. La experiencia indica que esos objetivos, en gran medida, pasaron a mejor vida. La conquista de índices de audiencia y la competitividad, no siempre bien entendida, desnaturalizaron aquellos propósitos.
Entonces hubo que ajustarse a las aristas del negocio y a las exigencias de los mercados, administrado todo ello con las injerencias políticas y sus derivadas. Las cuentas de resultados y la sucesión de algunos escándalos terminaron por menoscabar la credibilidad del medio. Y la crisis terminó de agudizar o extremar la situación: reducción de producción, restricciones de todo tipo y hasta el cierre del segundo canal, allí donde lo tenían.
Hasta que ha estallado Valencia. Y entonces habrá que replantearse algunas cosas pero incidiendo en la prestación de servicio público para sustanciar el modelo o los modelos que se afronten. Los actuales y futuros responsables de medios de comunicación de titularidad pública ya saben que se acabó el derroche, que hay que racionalizar los gastos y encontrar fuentes o vías de financiación alternativas. Tales medios deben volver a los orígenes de su concepción si quieren sobrevivir. Dicho de otro modo: admitamos que son necesarios, que pueden y deben ofrecer en su programación aquello que otros canales generalistas no harían o lo harían de forma incompleta. Los ejemplos de los siniestros o de las emergencias o de acontecimientos socioculturales servirían y se ajustarían al servicio público del que hablamos. Es ahí donde habría que poner el acento, entre otras cosas, para estar informados y para salvar el empleo presente. El paraguas de lo público ha de servir para eso, para dar cobertura, de forma sostenible, a los valores propios y la actualidad más cercana. Eso sí: con buena y transparente administración y sin tentaciones de instrumentalización a conveniencia.

Lo ocurrido en Valencia, a la espera de la evolución de las repercusiones, tiene que ser, desde luego, un punto de inflexión.

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