La crónica de sucesos se sigue nutriendo de agresiones a
mujeres y crímenes que las tienen como víctimas, de modo que estamos lejos de
acabar con un problema convertido en lacra: todos los intentos para crear una
nueva cultura, para eliminar un comportamiento reprobable e indignante,
flaquean cada vez que se produce uno de esos casos espeluznantes en que la
mujer, y también en algunos casos sus descendientes, padece la peor parte. Está
claro que hay que perseverar en las acciones para crear culturas y códigos de
conducta sustancialmente diferentes, que nada tengan que ver con respuestas
violentas o soluciones radicales que solo contribuirán a agravar cualquier
situación y a fortalecer la imagen negativa de una sociedad que a estas alturas
del siglo continúa sufriendo algo más que un déficit social, sobre todo porque
no encuentra la manera de enjugarlo.
Nadie dijo
que iba a ser fácil, de acuerdo, pero la lacra no sutura, no es un hecho aislado, reaparece en cualquier lugar,
se ceba con personas vulnerables y en circunstancias caracterizadas a menudo
por la debilidad y las carencias. Acaso sea esa la esencia del problema: en el
origen de toda violencia machista está la desigualdad, seguro, y es ésta la que
hay que erradicar. La desigualdad se ha transformado en un desafío
generacional. En ese objetivo, la sociedad debe estar unida, su respuesta tiene
que ser contundente con una sólida convicción y con una disponibilidad de
recursos que sirvan para poner fin a tan lamentables y penosos episodios.
Por eso, no
es exagerado hablar de una rebelión ética contra la violencia y el machismo
criminal. Si a la desigualdad aludida se unen el maltrato y la discriminación
hacia las mujeres, nos encontramos con una realidad ante la que no se puede
permanecer impasible ni en actitud resignada o conformista. Esa rebelión ética
debe tener como divisa el respeto mutuo de modo que sea posible la convivencia
en un espacio de libertad y autonomía, que sea ejemplar y en el que los
comportamientos violentos no tengan cabida. Si las leyes y las medidas
aprobadas o puestas en marcha hasta hoy han sido insuficientes, hay que
madurarlas y avanzar en su aspecto cultural y preventivo. Si no, todos los
valores y todos los principios éticos, todos los proyectos comunes y todos los
esfuerzos en este ámbito saltarán hechos añicos.
Más de
setecientas mujeres asesinadas en nuestro país en los últimos diez años. La
cifra es escalofriante. Flaquear en la lucha para acabar con la lacra -está
comprobado que hay menos denuncias, luego la violencia queda intramuros- es la
peor de las restricciones y de las insensibilidades que se puede transmitir
desde las administraciones públicas. La sociedad tiene que estar percibiendo
señales claras de lo importante que es prevenir, educar e integrar. Queda la
esperanza de que las organizaciones de mujeres y otros agentes sociales que han
abrazado esta causa no van a decaer.
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