Se cumplen
hoy treinta y cinco años del fallecimiento de Alfonso Trujillo Rodríguez,
maestro y profesor universitario de La Orotava, investigador y autor de varias
publicaciones.
Precisamente, el hallazgo de una de
ellas, en la enésima reordenación de la biblioteca, dedicada personalmente,
inspira este recuerdo a quien durante los últimos años de bachillerato, en el
colegio Gran Poder de Dios, nos había enseñado latín, griego, literatura e
historia del arte. “Para que tengas constancia de que hubo un ‘Puerto de
Orotava’”, escribió Trujillo en el interior de aquella monografía, editada con
motivo del tributo a Elías Serra Rafols que le dedicó la Universidad de La
Laguna con el título Algunos aspectos
económicos del valle de La Orotava en el siglo XVIII (Secretariado de
publicaciones).
Don Alfonso -siempre le llamamos así,
permitan que en esta semblanza también lo hagamos- descargaba su fina ironía en
la rivalidad que entonces, finales de los años sesenta del pasado siglo,
caracterizaba, principalmente en el deporte, la relación entre La Orotava y
Puerto de la Cruz. A sus clases íbamos para aprender, naturalmente, las
materias que impartía; pero también otras ramas del saber, más domésticas o más
cercanas, para las que siempre tuvo alguna ocurrencia graciosa, a veces más de
un sarcasmo.
Era su personalidad, su forma de ser.
Le gustaba bromear, a partir de cantares o de frases hechas. Sus alumnos
aprendimos pronto que cuando lucía gafas negras se acentuaba en su rostro un
rictus de tristeza. “La procesión va por dentro”, dijo una vez, pero no nos
atrevimos a preguntar el significado de aquella expresión.
Hay recuerdos de aquella etapa que se
concatenan. Con un modesto Wolkswagen, color beis, matrícula TF-40018, se
desplazaba a todas partes, desde La Orotava, para cumplir con sus cometidos
profesionales. Él fue quien, a muy temprana hora, una lluviosa mañana de
noviembre de 1968, nos avisaba de las graves repercusiones de un aluvión que no
cesó en toda la noche. Estábamos unos pocos alumnos en el porche del colegio,
junto a la plaza de la Iglesia. Desde el coche, preguntó “¿qué hacen aquí?
Vamos a suspender la clase de hoy, hay que estar pendientes de lo que sucede en
la barriada, allí residen muchos compañeros de ustedes que igual necesitan
ayuda. ¡Venga!, métanse en el coche, a ver hasta dónde podemos llegar”.
En la clase siguiente, aún con el
impacto de haber visto un hombre descabezado en las cercanías del puente del
Salto del barranco, cada quien contó su peripecia.
En otra ocasión, un domingo por la
tarde, coincidimos en el exterior del campo El Peñón (paseo Luis Lavaggi), a la
terminación de un Puerto Cruz-Orotava. Ya uno escribía crónicas deportivas.
“Voy a medir tu imparcialidad”, dijo don Alfonso, pendiente de leer nuestra
reseña y de seguir nuestra vocación periodística. Y se fue a conducir su
Wolkswagen. Aquella fue una breve e inolvidable lección.
Un
día, mientras explicaba el romanticismo en la literatura española, le requirieron
desde secretaría. Interrumpió su relato y se ausentó, hecho que aprovechamos
los alumnos para curiosear en los cuadernos que había dejado sobre la mesa. Ahí
descubrimos cómo calificaba en una hojas cuadriculadas: de cero a cinco, ponía
vocales, algunas acentuadas y otras con una coma al pie. No supimos el
significado de aquella peculiar forma de poner notas.
“Ex libris. ATrujillorum”, era su sello
inconfundible en las obras que prestaba o ponía a disposición en plena clase
para ejercicios prácticos o comentario de textos. Se le veía dichoso cuando
enseñaba historia del arte, cuando desmenuzaba las características de un
cuadro, de una escultura o de un estilo determinado. Le debemos, desde luego, el amor que quiso
inculcar en cada explicación para que nos aficionásemos al arte. Nos hubiera
gustado, por supuesto, someter a su consideración y corrección cualquiera de
los textos que hemos escrito para las presentaciones de exposiciones.
Nacido en La Orotava (diciembre, 1932),
fue profesor adjunto de quien fuera rector lagunero, Jesús Hernández Perera.
Tenía 46 años cuando dejó de existir, un 8 de octubre de 1979. El Ayuntamiento
villero instituyó un premio con su nombre. Siempre hemos lamentado su
fallecimiento y siempre albergamos la idea de que había pendientes unas líneas
que glosaran su trayectoria de buena persona y excelente profesor en aquellos
años de bachillerato superior de letras. Deuda saldada.
1 comentario:
En nombre de la familia, esposa, hijos y nietos, le damos las gracias por tan emotiva semblanza. Aunque centrado en los años en que fue profesor de bachillerato, describe usted a nuestro padre de una manera muy emotiva, lo que nos ha traído el recuerdo (por otro lado siempre presente) de su enorme personalidad.
Gracias nuevamente.
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