miércoles, 8 de octubre de 2014

ALFONSO TRUJILLO, REPUTADO DOCENTE OROTAVENSE

Se cumplen hoy treinta y cinco años del fallecimiento de Alfonso Trujillo Rodríguez, maestro y profesor universitario de La Orotava, investigador y autor de varias publicaciones.
         Precisamente, el hallazgo de una de ellas, en la enésima reordenación de la biblioteca, dedicada personalmente, inspira este recuerdo a quien durante los últimos años de bachillerato, en el colegio Gran Poder de Dios, nos había enseñado latín, griego, literatura e historia del arte. “Para que tengas constancia de que hubo un ‘Puerto de Orotava’”, escribió Trujillo en el interior de aquella monografía, editada con motivo del tributo a Elías Serra Rafols que le dedicó la Universidad de La Laguna con el título Algunos aspectos económicos del valle de La Orotava en el siglo XVIII (Secretariado de publicaciones).
         Don Alfonso -siempre le llamamos así, permitan que en esta semblanza también lo hagamos- descargaba su fina ironía en la rivalidad que entonces, finales de los años sesenta del pasado siglo, caracterizaba, principalmente en el deporte, la relación entre La Orotava y Puerto de la Cruz. A sus clases íbamos para aprender, naturalmente, las materias que impartía; pero también otras ramas del saber, más domésticas o más cercanas, para las que siempre tuvo alguna ocurrencia graciosa, a veces más de un sarcasmo.
         Era su personalidad, su forma de ser. Le gustaba bromear, a partir de cantares o de frases hechas. Sus alumnos aprendimos pronto que cuando lucía gafas negras se acentuaba en su rostro un rictus de tristeza. “La procesión va por dentro”, dijo una vez, pero no nos atrevimos a preguntar el significado de aquella expresión.
         Hay recuerdos de aquella etapa que se concatenan. Con un modesto Wolkswagen, color beis, matrícula TF-40018, se desplazaba a todas partes, desde La Orotava, para cumplir con sus cometidos profesionales. Él fue quien, a muy temprana hora, una lluviosa mañana de noviembre de 1968, nos avisaba de las graves repercusiones de un aluvión que no cesó en toda la noche. Estábamos unos pocos alumnos en el porche del colegio, junto a la plaza de la Iglesia. Desde el coche, preguntó “¿qué hacen aquí? Vamos a suspender la clase de hoy, hay que estar pendientes de lo que sucede en la barriada, allí residen muchos compañeros de ustedes que igual necesitan ayuda. ¡Venga!, métanse en el coche, a ver hasta dónde podemos llegar”.
         En la clase siguiente, aún con el impacto de haber visto un hombre descabezado en las cercanías del puente del Salto del barranco, cada quien contó su peripecia.
         En otra ocasión, un domingo por la tarde, coincidimos en el exterior del campo El Peñón (paseo Luis Lavaggi), a la terminación de un Puerto Cruz-Orotava. Ya uno escribía crónicas deportivas. “Voy a medir tu imparcialidad”, dijo don Alfonso, pendiente de leer nuestra reseña y de seguir nuestra vocación periodística. Y se fue a conducir su Wolkswagen. Aquella fue una breve e inolvidable lección.
          Un día, mientras explicaba el romanticismo en la literatura española, le requirieron desde secretaría. Interrumpió su relato y se ausentó, hecho que aprovechamos los alumnos para curiosear en los cuadernos que había dejado sobre la mesa. Ahí descubrimos cómo calificaba en una hojas cuadriculadas: de cero a cinco, ponía vocales, algunas acentuadas y otras con una coma al pie. No supimos el significado de aquella peculiar forma de poner notas.
         “Ex libris. ATrujillorum”, era su sello inconfundible en las obras que prestaba o ponía a disposición en plena clase para ejercicios prácticos o comentario de textos. Se le veía dichoso cuando enseñaba historia del arte, cuando desmenuzaba las características de un cuadro, de una escultura o de un estilo determinado.  Le debemos, desde luego, el amor que quiso inculcar en cada explicación para que nos aficionásemos al arte. Nos hubiera gustado, por supuesto, someter a su consideración y corrección cualquiera de los textos que hemos escrito para las presentaciones de exposiciones.

         Nacido en La Orotava (diciembre, 1932), fue profesor adjunto de quien fuera rector lagunero, Jesús Hernández Perera. Tenía 46 años cuando dejó de existir, un 8 de octubre de 1979. El Ayuntamiento villero instituyó un premio con su nombre. Siempre hemos lamentado su fallecimiento y siempre albergamos la idea de que había pendientes unas líneas que glosaran su trayectoria de buena persona y excelente profesor en aquellos años de bachillerato superior de letras. Deuda saldada.

1 comentario:

Alfonso Trujillo Pérez dijo...

En nombre de la familia, esposa, hijos y nietos, le damos las gracias por tan emotiva semblanza. Aunque centrado en los años en que fue profesor de bachillerato, describe usted a nuestro padre de una manera muy emotiva, lo que nos ha traído el recuerdo (por otro lado siempre presente) de su enorme personalidad.
Gracias nuevamente.