Había que estar allí, "en el lugar de los hechos", y hasta allí se apresuraron, pareciera tonto el que no
llegue. Noticias de alcance -aunque luego no eran tales-, pluriconexiones de
vértigo, recapitulaciones, titulares -siquiera apresurados y con algún error
ortográfico-, testimonios temblorosos e impactados y mensajes o faldones a pie
de pantalla… Siempre tendremos París, con sus imágenes reales y realistas, con
su balance de horror… y con su espectáculo mediático. Que haberlo, hubo.
¿Cómo, si no, calificar el selfie de Carlos Herrera, con gesto incluido, ante los ramos de
flores amontonados en las cercanías de Bataclán? ¿Cómo, si no, criticar el
empecinamiento narrativo de Ana Rosa Quintana interrumpiendo un minuto de
silencio? ¿Cómo, si no, describir el atuendo de Antonio García Ferreras para
trasladar los impactos de los proyectiles y los restos, aún apreciables, de la
sangre derramada? Ciertamente, no faltaba nada "desde el lugar de los hechos". Cuando se enseñaba que el periodista o el informador no era
noticia, que lo relevante eran los acontecimientos de los que había que
informar, aquella gráfica se hubiera conservado -todo lo más- para un reportaje
de aniversario o un libro de memorias; aquella interrupción hubiera merecido la
reprimenda sin paliativos de un jefe mientras que el relato, pese al soporte
audiovisual y la vestimenta ‘ad hoc’, habría de correr suerte parecida.
Se dirá que andaban en la carrera por la audiencia y hasta
habrá quien hable de la competencia en la vorágine del realismo natural, del
riguroso directo y de los adelantos tecnológicos. Sin elevar más el listón
crítico: fueron corresponsales de guerra por un día. Mejor: por unas horas. A
fin de cuentas, el presidente Hollande iba a proclamar ese estado con la
solemnidad política que exigía lo ocurrido. Estaban allí, querían contarlo, era
su deber. Pero no pudieron contener sus afanes de visualización, por decirlo de
forma benevolente, y cedieron al sensacionalismo. Queriendo -o sin querer-
montaron el ‘show’, cultivaron el morbo sacrificando la información y
contribuyeron al espectáculo que debieron haber evitado.
El periodista y escritor mexicano Diego Petersen Farah les
hubiera dado la bienvenida hace cinco años, cuando escribió que “lo importante
no es la veracidad de los hechos sino la capacidad de sorprendernos más veces
en menos tiempo”. Es como si banalizar la información fuera moneda corriente,
incluso irrespetando los instantes de silencio en memoria de las víctimas,
porque lo importante es aparecer junto a las flores o los charcos de sangre.
Con razón decía Petersen que el periodismo está siendo víctima de sus propios
medios. Una cosa es que haya que estar donde se produce la noticia -para una información
más completa y más directa, se supone- y otra muy distinta convertirse en un
elemento del espectáculo que se va forjando -incluso con una difícilmente
eludible carga emocional y hasta riesgosa- con tal de salir antes o hacerlo de
forma tal que vale cualquier recurso, incluida la audacia, para acreditar la
competitividad, que no la profesionalidad.
“A los periodistas de hoy nos está aniquilando la
fascinación por la imagen propia”, concluyó el autor mexicano. Cuánta razón.
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