viernes, 2 de noviembre de 2018

COLEGIO


Luis Espinosa García, médico, lúcido octogenario y próximo ya a los noventa, de la saga de los Espinosa, comprometidos con la educación y la difusión de la cultura, cumplió una de sus aspiraciones: lograr que la historia del colegio de segunda enseñanza -también conocido como Gran Poder de Dios- del Puerto de la Cruz, quedara mínimamente sistematizada y registrada. Era impedir que tan valioso papel en la formación de varias generaciones de portuenses, lleno de aportaciones profesorales de primer nivel y de afanes colectivos de un alumnado que luchaba contra las penurias de todo tipo, quedara disperso, difuso o, sencillamente, irreconocible.
No era justo, o hubiera sido otra prueba más de la desidia y del descuido de los habitantes de un municipio con su propio acervo, con sus valores y con su escaso aprecio por la autoestima. Acaso demasiado acomodaticios, descansar responsabilidades en terceros y la propensión a que otros resuelvan por mí han caracterizado buena parte de su andadura, al menos en el siglo XXI. Forma parte de la idiosincrasia y quizás ello explique la pérdida o la desaparición de muchas cosas e iniciativas, entre ellas una asociación de antiguos alumnos del mismo centro.
Era injusto, desde luego, que la pequeña gran historia de aquel colegio se quedara sin un testimonio bibliográfico, El colegio de segunda enseñanza, que plasmase el esfuerzo por ofrecer una opción donde llevar a cabo la adecuada preparación académica en un ciclo vital de la existencia de adolescentes. Hasta para superar las rigideces del régimen preconstitucional de la separación de sexos para enseñar hubo imaginación y audacia, no importaban las limitaciones de espacio físico. Y reflejase la constancia de los promotores y de un patronato de mínima estructura. El colegio de segunda enseñanza superó la guerra incivil y sus aulas fueron acogiendo, contra viento, marea y limitaciones, el ejercicio impagable de la docencia y la voluntad perseverante del aprendizaje, no solo de los portuenses sino de ciudadanos de otras localidades norteñas.
El papel de ese colegio fue determinante en la evolución de la ciudad, de ahí que haya que ponderar el propósito de Luis Espinosa García, con quien ha colaborado firmemente su prima Margarita Rodríguez Espinosa, profesora de Literatura, ya jubilada, pero siempre predispuesta de modo que todos los intentos de creatividad, fomento y proyección intelectual en el municipio pudieran cristalizar. El doctor en Ciencias de la Información, Jesús Manuel Hernández, aportó también los frutos de la investigación de su tesis, referida a la educación en el valle de La Orotava. Juan Carlos Castañeda (SER) echó el resto, ya en el acto, con su interpretación del volumen y el estímulo del coloquio posterior. Las páginas del libro no son una mera sucesión de anécdotas o de episodios, ni de relaciones secuenciadas de profesores y alumnos por cursos. Son páginas escritas con vocación y perspectiva, con afán rigorista y con generosidad de quienes, en diferentes etapas, estudiaron, trabajaron y se esmeraron desafiando imponderables de todo tipo, hasta el de hacer en Santa Cruz de Tenerife los exámenes finales.
Ex alumnos, portuenses de distintas generaciones, ciudadanos del valle, llenaron hasta la biblioteca del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (entidad editora) en lo que fue un acto entrañable, plagado de emociones y remembranzas. Fuera, grupos de chiquillos disfrazados preguntaban ¿truco o trato? Dentro, no invadía un torrente de nostalgia sino la sensación de que se estaba haciendo justicia con una publicación que rendía tributo a un colegio que cerró sus puertas mediados los años setenta después de décadas, en cuatro sedes diferentes, formando a personas que acreditaron, con su presencia, haber hecho méritos para que cuatro ranilleros hablaran de ciencias y artes, como decía la copla. Solo que con más fundamento.

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