jueves, 1 de noviembre de 2018

¡QUISIMOS TANTO ESE COLEGIO!


Ayer vio la luz el libro El colegio de segunda enseñanza, original de Luis Espinosa García y Margarita Rodríguez Espinosa. Es la historia, desde sus orígenes hasta la desaparición de un centro educativo también conocido como 'Gran Poder de Dios'. El acto de presentación, con Juan Carlos Castañeda Baute como introductor del valioso testimonio, tuvo lugar en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias (IEHC), entidad editora. Los autores nos encargaron el prólogo. Dice así: 

"Luis Espinosa García -”¡cuántas veces te he dicho que no soy doctor sino licenciado!”, aún corrige cordialmente- y su prima Margarita Rodríguez Espinosa van a ver satisfecha su aspiración: el libro con la historia del colegio. Se lo debíamos quienes por allí pasamos, quienes cursamos el bachillerato y quienes vivimos un tiempo de infancia y adolescencia memorable. Lo merece un centro que contribuyó decisivamente a la formación de varias generaciones de portuenses. Acaso lo esperen centenares de alumnas y alumnos, de antiguos y jubilados profesores y el personal que, más o menos vinculado, aún conserva en el almacén de la memoria alguna referencia, algún relato de terceros o, en fin, alguna anécdota que sirvieron para refrescar los años de su existencia.

Las que siguen son las páginas del cariño con que nos tomamos la estancia en aquellas aulas. ¡Quisimos tanto al colegio! Pequeño físicamente -había que ir a la playa o a otros recintos para impartir la educación física o la gimnasia- pero generoso y acogedor, ya desde el porche ya desde las clases ya desde la balconada ya desde la misma azotea.
El colegio Gran Poder de Dios, o Segunda Enseñanza, como coloquialmente era reconocido, rezumaba el espíritu portuense de desenvolverse en cualquier lado, aunque estuviera erizado de dificultades. En pleno centro de la ciudad, cerca de la plaza de la Iglesia, al lado de una maternidad, con olor a panes de cercana fabricación artesanal y con unas ventas próximas para cualquier apuro -”don Alfredo, ¿tiene sombreritos del Niño Jesús?”, le preguntaban los jóvenes que empezaban a presumir de extranjeras-, el colegio vio cómo crecía el edificio Belair, símbolo del desarrollismo turístico incontrolado. Y cómo las ambulancias de la Cruz Roja proliferaban en las inmediaciones del Hospital de la Inmaculada Concepción, en la calle Cólogan -por donde descendían las guaguas de Hernández Hermanos- una desde las que se accedía al centro, en la intersección de Luis de la Cruz y Benjamín J. Miranda.

Ese fue el colegio que conocimos -en el libro se habla también de otras sedes-, donde pasamos seis años inolvidables en la década de los sesenta del pasado siglo. Al que llegamos en la primavera de 1963 para hacer la convocatoria de ingreso en la modalidad de Enseñanza Libre, prolongada durante todo el bachillerato. Ese fue nuestro primer contacto, en la planta alta, donde enseñaba don Jesús, Hernández Martín, apellidos por los que no fue conocido hasta bien pasados los años. En el Puerto, ya se sabe, se estila lo del apodo o sobrenombre: el Villero, pues. Después, rotamos por las aulas del piso inferior que albergaba los primeros cuatro cursos. En la primera planta estaban las de quinto y sexto cursos, más un salón de mayor superficie que, en ocasiones, sirvió para acoger actividades diversas -hasta una versión de Cesta y Puntos, aquel célebre concurso de la televisión en blanco y negro que se emitía los sábados-, reuniones equivalentes a las presentaciones de nuestros días, la del concurso nacional de redacción de Coca-Cola, por ejemplo- y pruebas de exámenes. Desde los espacios reservados para los dos cursos de bachiller superior se accedía a un balcón generoso, en el que no se debía permanecer mucho tiempo, según recomendaciones profesorales, “para no distraerse en exceso”. Ya en la segunda mitad de la década, junto a las dos aulas, en esa misma planta, fue descubierto el bautizado 'cuarto de la marihuana', que no tuvo otra finalidad que guardar mobiliario y fumar, a hurtadillas, algún cigarrillo.

Fue el colegio donde se cursaban el bachiller elemental y el superior, seguidos de sus correspondientes reválidas. Superada la primera, había que escoger: ciencias o letras. ¡Era la primera gran decisión que había que adoptar en la vida de los escolares que afrontaban la pubertad! Ello motivó una primera y leve segregación, aunque los espacios y las asignaturas comunes hicieron que no se fracturasen del todo las promociones de educandos que habían iniciado su andadura.

Pero también contribuyó un sin igual elenco de profesoras y profesores, la mayoría de ellos, amistades de los padres del alumnado. María Teresa García Barrenechea, doña Maite, fue la directora muchos años. Ofelia Espinosa Córdoba, la fiel y eficaz secretaria que, además, enseñaba Historia. Doña Manuela Miranda hizo que dibujáramos hasta los más torpes. A pulso. Con Maruja Martín Real aprendimos a traducir latín sin diccionario y a repasar el libro de Gramática más de cinco veces y a hacer comentarios de textos. Luis Pérez, antes de ser médico, ofició de maestro. Ana Isabel Perera enseñó Física y Química. Marcos Brito, entonces con tendencias progresistas, ofrecía su casa de Punta Brava para estudiar por las noches, Filosofía e Historia de la Cultura, y repasos para la reválida superior. A Domingo Pérez Bethencourt le dimos un disgusto con un suspenso generalizado en junio en matemáticas de cuarto a cuenta de las coordenadas mal obtenidas. José Antonio Marrero Córdoba exponía la pomposa Formación del Espíritu Nacional, en una palabra Política, y la gimnasia que practicábamos o intentábamos hacerlo en el patio del Frente de Juventudes o del colegio de los Padres Agustinos o en la mismísima playa de Martiánez, zona de La Barranquera. “Vamos a sincronizar los pasos”, llegó a decir Marrero antes de acometer los saltos de longitud que exigían en el bachiller superior.

En las Ciencias Naturales de quinto enseñaban el abogado Manuel López García y el médico Luis Espinosa García, quienes se repartían las materias: biología y botánica estaban a cargo del letrado; zoología y geología eran explicadas por Espinosa que una vez preguntó por el color de un mineral y advirtió: “No me digas ni claro ni oscuro porque esos son tonos y no colores”.

El malogrado Alfonso Trujillo Rodríguez figura también en el elenco de docentes. Latín, Griego, Literatura, Historia del Arte y hasta Filosofía, fueron impartidas por aquel profesor de sempiternas gafas negras que conducía un utilitario de fabricación alemana que aparcaba en el primer hueco que encontraba. A él le debemos unos cuantos que siguiéramos de cerca el aluvión o la avenida de noviembre de 1968 que causó enormes daños en las localidades del valle. Y que conociéramos el significado y el alcance del concepto infraestructuras, entonces prácticamente inexistentes, claro.

Otros enseñantes volcaron sus afanes en las aulas de aquel colegio entrañable y también contribuyeron a su mantenimiento y al esfuerzo que se hacía desde un patronato o similar -del que supimos en la víspera de un festival en el salón de actos del colegio San Agustín- para su supervivencia. Que nos excusen la involuntaria omisión.

Dos hechos a los que hay que referirse de manera obligada: uno, los exámenes finales se hacían en el instituto de la calle Enrique Wolfson y en el Andrés Bello, de Santa Cruz de Tenerife, de reciente construcción mediados los sesenta. Eran dos jornadas agotadoras para aquellos alumnos y alumnas libres, quienes iban a la capital con cierto aire de aventura que empezaba con la expectativa de los taxis (coches pirata) en los que desplazarse y terminaba con los cánticos de regreso entre curvas y adelantamientos. Sin dejar de mencionar las vueltas al parque García Sanabria, al muelle y los bocadillos de tortilla de jamón de un céntrico y popular establecimiento santacrucero, La Garriga.

Y el otro, la festividad de Santo Tomás de Aquino, inicialmente en los primeros días del mes de marzo, hasta que modificaron el santoral. Aquella era una celebración que vivíamos con interés, con esmero y con pasión. Mientras unos pintaban decorados y soportes escénicos, otros ensayaban música y teatro y otros vendían entradas. De Segunda Enseñanza salieron pequeños grandes artistas que actuaron en el desaparecido Teatro Topham, en el colegio de los curas Agustinos y en el mismísimo parque San Francisco. Casilda, reina mora; La estrella de Oriente; La fórmula 3K3; El amor en bicicleta, son títulos teatrales inolvidables para quienes intervinieron, siempre bajo la dirección de don Jesús. Lo mejor era recibir el aplauso atronador del público que llenaba. De aquella época quedó un concepto de espectáculo para la historia: Gala lírico-musical.

Una celebración que se complementaba con un partido de fútbol en El Peñón, aún con cancha de tierra, vestuarios a compartir y graderíos incompletos, desde los que animaban quienes no jugaban, claro. Los componentes de cada equipo eran escogidos semanas antes con criterios de máximo equilibrio, entre grandes y chicos. Hasta había una madrina que hacía el saque de honor. Y culminaba con la fiesta-baile hecha en la propia sede del colegio, donde se alternaban los disc-jockeys, donde las chicas estrenaban traje y a la que había que acudir llevando un vaso desde casa: esperaban los refrescos y el cap.

Años de ilusiones, nervios, trapisondas, esfuerzos, lágrimas, reprimendas, peripecias y amores tempranos. El colegio Gran Poder de Dios, surgido al calor de probos afanes y de una sensibilidad exquisita para que el municipio tuviera una opción cercana de cursar el bachillerato, resistió lo que pudo.

Este libro es un tributo a cuantos promovieron su creación, a cuantos impartieron enseñanzas, a cuantos cursaron estudios y a cuantos tuvieron en aquellas estancias y aulas un segundo hogar, un lugar donde aprender y formarse. Mujeres y hombres que fueron conscientes de una etapa decisiva en la formación individual y colectiva. Un par de reencuentros, décadas después, sirvieron para contrastarlo. La historia del colegio fue la superación de imponderables. Esta edición rinde tributo a promotores, profesores, alumnos y colaboradores que, en distinta medida, luego proyectaron los valores que allí cultivaron. Años memorables, sin duda".

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