Lo consiguieron: apean a Baltasar Garzón de la carrera judicial. La persecución acabó con la suspensión de sus funciones en la Audiencia Nacional. Habrá quien se sorprenda de que, a estas alturas, los residuos de la extrema derecha hayan vuelto a exprimir a la democracia pero sus largos tentáculos nunca desaparecieron del todo. Es más, por ahí pululan, conquistando posiciones en sectores audiovisuales y negocios surgidos al calor de nuevas tecnologías. Pero, claro, en nombre de la igualdad de derechos, del pluralismo y de la democracia. A aguantarse. Los largos tentáculos, alimentados desde las posiciones irreductibles de un poder del Estado y por quienes ejercen toda su influencia sin escrúpulos, fueron achicando el espacio y atenazando al juez hasta dejarlo fuera de juego.
La determinación, teniendo en cuenta la naturaleza de lo que se pretendía investigar más la iniciativa para desentrañar una trama de corrupción política, es algo más que simbólica: esto no se dice, esto no se hace, esto se toca, con permiso del poeta. Pero lo ocurrido sugiere un amplísimo y muy profundo ejercicio de debate en todo el sistema judicial español: instituciones, órganos, asociaciones profesionales y cuerpos de funcionarios están obligados a repensar los cauces y las entretelas de ese sistema, más que nada para apuntalar el Estado de derecho y para que no siga mermando la credibilidad de la propia justicia, para que no avance esa creciente percepción en amplios sectores sociales de que también se ve afectada por revanchismos, personalismos, rencillas, luchas -que no juegos- de poder e intereses inconfesables. Las reacciones populares a favor de Garzón, sin precedentes en la historia de la judicatura española, son un indicador significativo. Las repercusiones en la opinión pública de otros países, que creía ya desaparecidos algunos atavismos, son también para tener en cuenta. Que lo tengan presente sus objetores.
La hoja de servicios del magistrado es digna de respeto y reconocimiento, aunque sus críticos en tanto no perdonan el afán de notoriedad que le atribuyen -es curiosa la posición de algunos medios que otrora le consideraron un héroe y ahora la relegan a villano- en cuanto se han encargado de sembrar dudas sobre sus mismos métodos de instrucción. Terroristas, narcotraficantes y delincuentes de distinta ralea sufrieron los rigores de la acción 'garzoniana', guillotinada el pasado viernes, para gozo de unos y frustración de otros, por la determinación unánime del Consejo General del Poder Judicial, tras lo resuelto por el Tribuna Supremo. Lo ocurrido en torno a Baltasar Garzón parece, sin exageración, la crónica de una ignominia anunciada.
Tres manifestaciones, entre las muchas acumuladas a lo largo de las últimas fechas. Una, la del presidente de la Comunidad de Valencia, el controvertido Francisco Camps, quien declaró públicamente que “ya han caído dos” [en referencia a los jueces Bermejo y Garzón]. Se entiende la desazón del presidente valenciano pero pudo haber sido más cauto a la hora de expresar el contento que le produce el mal de los dos jueces.
Otra, es la del ex fiscal Anticorrupción, Jiménez Villarejo: “Lo de Garzón es como un golpe similar al 23F”. Tremendo. Aquel acontecimiento de la historia de España, otro hito de la Transición, tuvo una significación especial para todos y empujó definitivamente a los españoles por la senda democrática. Si Jiménez Villarejo aprecia similitudes, más allá del parangón plasmado en un titular periodístico, habrá que estar muy atentos y expectantes porque es cuestión de erradicar cualquier riesgo de involución. Con la depresión que se arrastra, sucesos como la caída de Garzón no sólo la acentúan sino que infunden a la gente más escepticismo.
Y conectada con esa comparación golpista, la definición del escritor Juan José Millás es tan ilustrativa como inquietante: “Le han roto las piernas pero han hecho que parezca un accidente”. Con estos parecidos -o sea, utilizando los resortes del Estado de derecho- es lo que no cabe resignarse. Lo dicho: se ha sentado un precedente para que perdure la “intocabilidad” de ciertos asuntos o de ciertas causas. Es difícil aceptar -los editoriales de periódicos como New York Times o Le Monde son referencias para interpretar la incomprensión en el exterior- que un juez que investiga los desmanes ha de sentarse en el banquillo o, más crudamente, ve la tarjeta roja de expulsión que el “gran árbitro” le enseña por unanimidad a instancias del “supremo auxiliar”.
¿Un accidente? Parece, pero no, no lo es.
La determinación, teniendo en cuenta la naturaleza de lo que se pretendía investigar más la iniciativa para desentrañar una trama de corrupción política, es algo más que simbólica: esto no se dice, esto no se hace, esto se toca, con permiso del poeta. Pero lo ocurrido sugiere un amplísimo y muy profundo ejercicio de debate en todo el sistema judicial español: instituciones, órganos, asociaciones profesionales y cuerpos de funcionarios están obligados a repensar los cauces y las entretelas de ese sistema, más que nada para apuntalar el Estado de derecho y para que no siga mermando la credibilidad de la propia justicia, para que no avance esa creciente percepción en amplios sectores sociales de que también se ve afectada por revanchismos, personalismos, rencillas, luchas -que no juegos- de poder e intereses inconfesables. Las reacciones populares a favor de Garzón, sin precedentes en la historia de la judicatura española, son un indicador significativo. Las repercusiones en la opinión pública de otros países, que creía ya desaparecidos algunos atavismos, son también para tener en cuenta. Que lo tengan presente sus objetores.
La hoja de servicios del magistrado es digna de respeto y reconocimiento, aunque sus críticos en tanto no perdonan el afán de notoriedad que le atribuyen -es curiosa la posición de algunos medios que otrora le consideraron un héroe y ahora la relegan a villano- en cuanto se han encargado de sembrar dudas sobre sus mismos métodos de instrucción. Terroristas, narcotraficantes y delincuentes de distinta ralea sufrieron los rigores de la acción 'garzoniana', guillotinada el pasado viernes, para gozo de unos y frustración de otros, por la determinación unánime del Consejo General del Poder Judicial, tras lo resuelto por el Tribuna Supremo. Lo ocurrido en torno a Baltasar Garzón parece, sin exageración, la crónica de una ignominia anunciada.
Tres manifestaciones, entre las muchas acumuladas a lo largo de las últimas fechas. Una, la del presidente de la Comunidad de Valencia, el controvertido Francisco Camps, quien declaró públicamente que “ya han caído dos” [en referencia a los jueces Bermejo y Garzón]. Se entiende la desazón del presidente valenciano pero pudo haber sido más cauto a la hora de expresar el contento que le produce el mal de los dos jueces.
Otra, es la del ex fiscal Anticorrupción, Jiménez Villarejo: “Lo de Garzón es como un golpe similar al 23F”. Tremendo. Aquel acontecimiento de la historia de España, otro hito de la Transición, tuvo una significación especial para todos y empujó definitivamente a los españoles por la senda democrática. Si Jiménez Villarejo aprecia similitudes, más allá del parangón plasmado en un titular periodístico, habrá que estar muy atentos y expectantes porque es cuestión de erradicar cualquier riesgo de involución. Con la depresión que se arrastra, sucesos como la caída de Garzón no sólo la acentúan sino que infunden a la gente más escepticismo.
Y conectada con esa comparación golpista, la definición del escritor Juan José Millás es tan ilustrativa como inquietante: “Le han roto las piernas pero han hecho que parezca un accidente”. Con estos parecidos -o sea, utilizando los resortes del Estado de derecho- es lo que no cabe resignarse. Lo dicho: se ha sentado un precedente para que perdure la “intocabilidad” de ciertos asuntos o de ciertas causas. Es difícil aceptar -los editoriales de periódicos como New York Times o Le Monde son referencias para interpretar la incomprensión en el exterior- que un juez que investiga los desmanes ha de sentarse en el banquillo o, más crudamente, ve la tarjeta roja de expulsión que el “gran árbitro” le enseña por unanimidad a instancias del “supremo auxiliar”.
¿Un accidente? Parece, pero no, no lo es.
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