En la complejidad de la depresión, sin duda la más grave desde que tenemos uso de razón, se constata que no termina el sistema de encontrar las alternativas, pese a disponer de todos los recursos de ingeniería y mecánica financiera. Han exprimido tanto los poderes -los visibles y los que siguen operando en la sombra- que, una de dos: o aún les parece poco y no descansarán hasta la última gota, o, en efecto, se han visto desbordados y ahora no se sienten capaces de enderezar el rumbo, aunque la inestabilidad política, la incertidumbre, la hipoteca por décadas, las estructuras tambaleantes y la ruina de mucha gente sean moneda corriente. Ya sólo falta una guerrita o que el precio de los combustibles se descontrole nuevamente para que la depresión alcance magnitudes irreversibles.
Y el caso es que, entretenidos como estamos en acentuar tanto responsabilidades como decisiones políticas que gravitaron sobre las previsibles consecuencias en caso de que medidas gubernamentales no hubieran sido convalidadas parlamentariamente, nos vamos olvidando del origen de todas estas tribulaciones como si la impunidad de quienes las causaron fuera una patente de corso y el gran manto de la tolerancia acogiera sin mayores tropiezos actos de manifiesta irresponsabilidad.
Lo ha expresado recientemente Santiago Carbó, catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Granada y consultor del Banco de la Reserva Federal de Chicago: “Muchos administradores parecen olvidar que cuando se pertenece a un consejo de administración, se forma parte de la gestión activa de una entidad y eso implica también responsabilidad, para ejercerla y para exigirla, si llega el caso”. Y es entonces cuando, descendiendo hasta las raíces de la realidad actual, nos acordamos de que en ellas está la crisis financiera: fue en el otoño de 2008 cuando quebraron bancos y las que parecían todopoderosas firmas financieras en Europa y en Estados Unidos, curiosamente no en España. Entonces, los gobiernos y las alianzas de todos los colores políticos salieron en auxilio de los bancos que se hundían para garantizar la viabilidad del sistema financiero. Tales inyecciones fueron determinantes para salvar la delicadísima e insólita situación, un auténtico fiasco planetario y sistémico cuyos mentores y ejecutores, salvo excepciones, pese a las indubitadas imputaciones, gozan de cierta impunidad judicial. Sólo unos pocos, en efecto, han dado con sus huesos en prisión.
La crisis del sistema financiero causó, a su vez, una grave crisis económica porque se paralizó el crédito y, por consiguiente, las inversiones de las empresas. De nuevo los gobiernos en acción, haciendo uso del gasto público para mantener empresas, para disponer de más recursos públicos con el fin de proteger a los desempleados y para dinamizar la actuación de la administración local para mantener empresas y empleo.
Tras el extraordinario esfuerzo de endeudamiento, los vaivenes de los mercados de hace unas semanas -en una interesante entrevista televisiva, Felipe González advirtió de la incubación en plena catarsis griega- destaparon nuevamente los riesgos de no poder afrontar las obligaciones y las responsabilidades del pago de la deuda. Así, los gobiernos han ganado enteros en la impopularidad de medidas que resultan inevitables para salir del trance. Algunos han intercambiado expresiones de solidaridad moral y organismos internacionales han lanzado hasta algún mensaje de plausibilidad pero el coste político es evidente: mociones de censura, huelgas generales, pactos 'in extremis', malestar creciente de segmentos de población, anuncios y negociaciones de reformas...
Y mientras todo eso ocurre, los “pecadores” originales observan la intrincada evolución de muy incierta conclusión. El propio Santiago Carbó habla de la lucha entre la necesidad de depurar responsabilidades de los supuestos culpables ante la sociedad y la lucha del fortísimo lobby financiero que sigue jugando “con astucia en la delgada línea que separa el riesgo de la imprudencia e incluso del fraude”.
Al final, aquella frase que acuñamos hace tiempo en debates municipalistas, sigue vigente: “Siempre perdemos los mismos”.
Y el caso es que, entretenidos como estamos en acentuar tanto responsabilidades como decisiones políticas que gravitaron sobre las previsibles consecuencias en caso de que medidas gubernamentales no hubieran sido convalidadas parlamentariamente, nos vamos olvidando del origen de todas estas tribulaciones como si la impunidad de quienes las causaron fuera una patente de corso y el gran manto de la tolerancia acogiera sin mayores tropiezos actos de manifiesta irresponsabilidad.
Lo ha expresado recientemente Santiago Carbó, catedrático de Análisis Económico de la Universidad de Granada y consultor del Banco de la Reserva Federal de Chicago: “Muchos administradores parecen olvidar que cuando se pertenece a un consejo de administración, se forma parte de la gestión activa de una entidad y eso implica también responsabilidad, para ejercerla y para exigirla, si llega el caso”. Y es entonces cuando, descendiendo hasta las raíces de la realidad actual, nos acordamos de que en ellas está la crisis financiera: fue en el otoño de 2008 cuando quebraron bancos y las que parecían todopoderosas firmas financieras en Europa y en Estados Unidos, curiosamente no en España. Entonces, los gobiernos y las alianzas de todos los colores políticos salieron en auxilio de los bancos que se hundían para garantizar la viabilidad del sistema financiero. Tales inyecciones fueron determinantes para salvar la delicadísima e insólita situación, un auténtico fiasco planetario y sistémico cuyos mentores y ejecutores, salvo excepciones, pese a las indubitadas imputaciones, gozan de cierta impunidad judicial. Sólo unos pocos, en efecto, han dado con sus huesos en prisión.
La crisis del sistema financiero causó, a su vez, una grave crisis económica porque se paralizó el crédito y, por consiguiente, las inversiones de las empresas. De nuevo los gobiernos en acción, haciendo uso del gasto público para mantener empresas, para disponer de más recursos públicos con el fin de proteger a los desempleados y para dinamizar la actuación de la administración local para mantener empresas y empleo.
Tras el extraordinario esfuerzo de endeudamiento, los vaivenes de los mercados de hace unas semanas -en una interesante entrevista televisiva, Felipe González advirtió de la incubación en plena catarsis griega- destaparon nuevamente los riesgos de no poder afrontar las obligaciones y las responsabilidades del pago de la deuda. Así, los gobiernos han ganado enteros en la impopularidad de medidas que resultan inevitables para salir del trance. Algunos han intercambiado expresiones de solidaridad moral y organismos internacionales han lanzado hasta algún mensaje de plausibilidad pero el coste político es evidente: mociones de censura, huelgas generales, pactos 'in extremis', malestar creciente de segmentos de población, anuncios y negociaciones de reformas...
Y mientras todo eso ocurre, los “pecadores” originales observan la intrincada evolución de muy incierta conclusión. El propio Santiago Carbó habla de la lucha entre la necesidad de depurar responsabilidades de los supuestos culpables ante la sociedad y la lucha del fortísimo lobby financiero que sigue jugando “con astucia en la delgada línea que separa el riesgo de la imprudencia e incluso del fraude”.
Al final, aquella frase que acuñamos hace tiempo en debates municipalistas, sigue vigente: “Siempre perdemos los mismos”.
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