Los testimonios tras el fallecimiento de Adán Martín convergen en sus cualidades de tenacidad. Y en las que le hicieron ganar fama de metódico planificador. Quien fuera presidente del Cabildo Insular de Tenerife y del Gobierno de Canarias, un político trabajador, destacó siempre por su sobriedad.
Es verdad que no se bajó del coche oficial durante su etapa activa, tal como dijo en cierta oportunidad un adversario, en alusión a que desde la Junta de Canarias y del primer mandato municipalista, siempre anduvo en el ejercicio del poder. Pero no se enriqueció con la política y cuando la abandonó, ya afectado por la enfermedad que fue minando su vida, lo hizo sin aspavientos ni alharacas, más bien con capacidad de resistencia de alguna puñalada postrera.
En las paradojas de la política canaria, hay que consignar la que protagoniza alguien considerado como insularista de pro al que luego le toca oficiar como presidente de todos los canarios. Defendía Adán el hecho cabildista -"el papel de los cabildos", le transmitía constantemente a Manuel Hermoso cuando éste dio el gran salto desde la alcaldía a la presidencia del ejecutivo autónomo, pasando por aquella insólita censura- cuando tras aquella broma/pirueta de Lorenzo Olarte, Román Rodríguez tomó las riendas y Martín asumió la vicepresidencia. Ni siquiera aquella memorable manifestación popular contra el tendido eléctrico de las torres de Vilaflor erosionó sus aspiraciones.
Y he ahí que culminó su trayectoria política. Presidió Canarias sin renunciar a su cabildismo y pensando más en cómo consolidar al archipiélago en las estructuras europeas que se preparaban para la ampliación. Le oímos hablar de "archipiélago atlántico", cuando la reforma del Estatuto de Autonomía, y le vimos aplicarse en el conocimiento de Herbania y Junonia. Y no vaciló cuando, apremiado por circunstancias presupuestarias y políticas, hubo de prescindir de la representación popular de su Gobierno. Por cierto, el sentido de responsabilidad que entonces acreditaron los socialistas para dejarle actuar en un ejecutivo monocolor ha sido insuficientemente valorado.
Poco dado a la frivolidad y a los oropeles, trabajó sin desmayo, con sobriedad. Y con conocimiento de causa. No se arrugó ante la enfermedad, a la que opuso la tenaz resistencia de quien en política supo desenvolverse con pasos firmes, aunque muy lentos, según sus críticos y detractores.
Le han llorado y le lloran. Deja huella. Descanse en paz.
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