En la digestión de la pasada huelga general, los primeros en hacer una reflexión obligatoria sobre su papel, presente y futuro, deben ser los sindicatos. Es una digestión pesada: al impacto menor que causó en la población y en la opinión publicada -nada que ver con el de diciembre de 1988, cuando el apagón televisivo de medianoche hizo comprender a muchas personas cuál es el alcance de un conflicto de este tipo-, habrá que emplear mucha sal de frutas para sobrellevar la posición del Gobierno, más que rígida, consecuente con la reforma laboral. El inmediato relevo en el ministerio del ramo -Corbacho vuelve a Catalunya para incentivar a los descontentos en las próximas elecciones autonómicas- es un factor que, sobre la mesa, no juega mucho a favor de las centrales sindicales: tendrán que aguardar al sustituto, conocer su perfil y sus intenciones.
Pero, independientemente de la coyuntura, tendrán que replantearse su funcionamiento en la sociedad. Lo ocurrido a lo largo de los últimos meses ha estigmatizado a los sindicatos. Y si antes, salvo honrosas excepciones, no había una conciencia y una cultura sindicalista, el rechazo a ciertos métodos, a sus dobleces, a los vicios internos, a la tibieza y a la falta de eficacia en la resolución de problemas reales ha ido acentuándose. Se ha llegado a hablar de los liberados en el tono más despectivo posible, se ha considerado que han creado una nueva casta de dirigentes privilegiados o acomodados…
Una lástima. La historia de los sindicatos en nuestro país está plagada de lucha, de resistencia y hasta de heroísmo. Desde la clandestinidad han venido coadyuvando a la consolidación de las libertades y de la propia democracia. Su concurrencia en la vida pública está consagrada constitucionalmente, cuando se les reconoce, junto a las organizaciones empresariales, su contribución a la defensa y promoción de los valores de los intereses económicos y sociales que les son propios.
Se diría incluso que algunas de las críticas recibidas son manifiestamente injustas pero lo cierto es que se impone un período de autocrítica y de sensible renovación. Sin llegar a la reinvención, pero sí a una trasformación que, en la praxis, permita recuperar, sobre todo, la credibilidad perdida. Debe ser una revisión profunda que dé respuestas a los cambios que se están produciendo o se avecinan en el tejido productivo y los nuevos sectores; que tenga alternativas a las exigencias de la sociedad de hoy y de mañana y que sepa adaptarse a los mercados laborales y a sus peculiaridades.
Las centrales sindicales españolas, las grandes, las de implantación nacionalista y las de menor grado de representatividad, han de ser conscientes de que han de modernizarse. No pueden continuar por la misma vía. Han de construir nuevos discursos, han de funcionar de forma más transparente y participativa, han de comunicar mejor y han de operar medidas que propicien la recuperación de la conciencia sindicalista.
En ese sentido, puede que en la digestión de la huelga, se halle un punto de inflexión: sin perder el ánimo reivindicativo, sin alejarse de su finalidad básica, sin renunciar a señas de identidad, se impone un nuevo papel. Porque se avecinan tiempos difíciles (pensiones, edad de jubilación, primer empleo, parados de larga duración, la propia reforma laboral…) que exigen disponer de centrales defensoras de las clases trabajadoras que estén a la altura de los tiempos.
Pero, independientemente de la coyuntura, tendrán que replantearse su funcionamiento en la sociedad. Lo ocurrido a lo largo de los últimos meses ha estigmatizado a los sindicatos. Y si antes, salvo honrosas excepciones, no había una conciencia y una cultura sindicalista, el rechazo a ciertos métodos, a sus dobleces, a los vicios internos, a la tibieza y a la falta de eficacia en la resolución de problemas reales ha ido acentuándose. Se ha llegado a hablar de los liberados en el tono más despectivo posible, se ha considerado que han creado una nueva casta de dirigentes privilegiados o acomodados…
Una lástima. La historia de los sindicatos en nuestro país está plagada de lucha, de resistencia y hasta de heroísmo. Desde la clandestinidad han venido coadyuvando a la consolidación de las libertades y de la propia democracia. Su concurrencia en la vida pública está consagrada constitucionalmente, cuando se les reconoce, junto a las organizaciones empresariales, su contribución a la defensa y promoción de los valores de los intereses económicos y sociales que les son propios.
Se diría incluso que algunas de las críticas recibidas son manifiestamente injustas pero lo cierto es que se impone un período de autocrítica y de sensible renovación. Sin llegar a la reinvención, pero sí a una trasformación que, en la praxis, permita recuperar, sobre todo, la credibilidad perdida. Debe ser una revisión profunda que dé respuestas a los cambios que se están produciendo o se avecinan en el tejido productivo y los nuevos sectores; que tenga alternativas a las exigencias de la sociedad de hoy y de mañana y que sepa adaptarse a los mercados laborales y a sus peculiaridades.
Las centrales sindicales españolas, las grandes, las de implantación nacionalista y las de menor grado de representatividad, han de ser conscientes de que han de modernizarse. No pueden continuar por la misma vía. Han de construir nuevos discursos, han de funcionar de forma más transparente y participativa, han de comunicar mejor y han de operar medidas que propicien la recuperación de la conciencia sindicalista.
En ese sentido, puede que en la digestión de la huelga, se halle un punto de inflexión: sin perder el ánimo reivindicativo, sin alejarse de su finalidad básica, sin renunciar a señas de identidad, se impone un nuevo papel. Porque se avecinan tiempos difíciles (pensiones, edad de jubilación, primer empleo, parados de larga duración, la propia reforma laboral…) que exigen disponer de centrales defensoras de las clases trabajadoras que estén a la altura de los tiempos.
(Publicado en Tangentes, octubre 2010, número28)
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