jueves, 16 de agosto de 2012

COMPROBAR ANTES DE CONJETURAR



Comencemos entonando un mea culpa porque uno también incurrió en lo que nos ocupa.
En la década de los ochenta, cuando todavía las técnicas de transmisión de información apenas habían superado el telefax, una noche de abril, miércoles santo, ya acabado el turno en la delegación del rotativo Diario de Avisos, hasta tres personas distintas antes de llegar a casa, nos informaron del fallecimiento de Esteban de León, el repartidor que lo era hasta que enfermó y fue internado en una clínica de la ciudad. Al llegar a casa, telefoneamos al director para dar noticia.
-¡Hombre! Mejor vuelve, redacta treinta o cuarenta líneas para una necrológica a la que busco hueco. Yo mismo te las tomo por teléfono-, apuntó firme y sosegado, como era habitual, Leopoldo Fernández.
Cumplimos con su encargo. Resultó un texto cariñoso. Conocíamos a Esteban desde hacía años, desde las relaciones vecinales. No podía ser de otro modo. Un texto titulado ‘Adiós, Esteban’ que saldría publicado en la edición del día siguiente. Al ir a buscarla al quiosco, temprano, un conocido vendedor de lotería que se disponía a abrir su puesto, nos inquirió con tono de evidente extrañeza:
-¡Muchacho! ¿Tú escribiste en el periódico que Esteban se había muerto?
Tras responder afirmativamente, siguió:
-¡Qué va! Cierto que pensaron que tras una caída en su habitación había fallecido, pero no, lograron reanimarle y sigue vivo, con sueros y todo, pero sigue vivo. Está el grupo de “El Capitán” que trina, que no hay derecho a eso.
El tono del interlocutor era lo suficientemente serio como para eludir cualquier tentación bromista. “El Capitán” era un popular bar, próximo a la plaza del Charco, donde eran frecuentes las concentraciones de ciudadanos desde primeras horas de la mañana para dar rienda suelta a todo tipo de habladurías y críticas. Ni ocurrírsenos acercarnos por allí. ¿Y ahora? Desconcertados, caminábamos por las calles pensando en la rectificación, en pedir perdón a los familiares. Desde luego, era un fallo clamoroso; negro sobre blanco, como se diría en lenguaje de nuestros días. El peor fallo que hemos protagonizado, periodísticamente hablando.
¿Qué siguió? Pues, pasado el mediodía, con evidente pesadumbre, después de verificar en la clínica que Esteban seguía vivo -era, en realidad, lo que teníamos que haber hecho la noche anterior; pero, ya ven, tres testimonios, en un pueblo donde las noticias de óbitos circulan con asombrosa facilidad, parecían respetables y suficientes aunque fueran callejeros-, explicamos a la dirección del periódico, avergonzados, lo sucedido. Pero no había explicación posible. Era un patinazo, en toda regla.
Al final, se optó por una solución muy británica. Andrés Chaves se acordó de que el Times, periódico que presumía de no haber rectificado jamás, en cierta ocasión dio por muerto a un lord, miembro de la Cámara. Tras comprobar que no era cierto, al día siguiente, para mantener la histórica línea de ‘no rectificación’, publicó una nota breve que empezaba así: “Ayer volvió a la vida…”. Basándose en ello, él mismo redactó una nota, aclaratoria y de disculpa, titulada: ‘Hola, Esteban’. El repartidor vivió unas semanas más.
Desde entonces, cada vez que daban noticia de algún fallecimiento, hemos tenido el cuidado de comprobarlo, sobre todo antes de que trascendiera públicamente. Ni la inmediatez de la radio ha quebrado ese principio, de natural máximo. Por mucho dolor que pueda inspirar una pérdida humana.
Bien. Toda esta experiencia en primera persona se cuenta después de haber seguido, con auténtica estupefacción, las especulaciones, las conjeturas referidas al fallecimiento de quien fuera gran profesional de la comunicación en nuestro país, José Luis Uribarri, la inconfundible voz de Eurovisión, la que pronosticaba los puntos de los jurados con suma facilidad sin apenas equivocarse. Varios medios, varios periodistas -inducidos en algún caso por redes sociales- le dieron por muerto. Así se transmitió y así se publicó. Y resultó que no: que el hombre, en estado grave o crítico, se resistía y luchaba aferrándose a la vida, en medio del dolor familiar, acentuado por tanta información infundamentada y sin contrastar. Fueron unas horas, unas jornadas luctuosas para los Uribarri y para ese periodismo apresurado y negligente. El caso sirve hasta para seguir debatiendo o interpretando la condición de medios de comunicación  de esas redes.
Asegurarse antes de informar. Comprobar antes de certificar. Si lo hubiéramos hecho, ni hubiéramos patinado ni hubiéramos conjeturado. Dicho llanamente: ni hubiéramos informado en falso. Y no hubiéramos rectificado, por muy ocurrente o elegante que fuera el texto empleado para la ocasión.
(Publicado en Tangentes, número 48, agosto 2012)

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