El presidente de la Confederación de
Sociedades Científicas de España (COSCE), Carlos Andradas, era rotundo en unas
declaraciones públicas recientes: “No es que los científicos se sientan
huérfanos sino que el Gobierno desprecia la ciencia”. No haber entregado al
Gobierno, como era su propósito, una denominada Segunda Carta por la Ciencia, firmada por cuarenta y cinco mil
personas (de las que unas diez mil son investigadores y científicos) y avalada
por la Conferencia de Rectores de España; y comprobar que la holgada mayoría
parlamentaria popular rechazaba la iniciativa socialista que asumía los contenidos
de la referida Carta, hacían más patente de la desazón de Andradas. Ni el
anuncio televisivo en que los futbolistas internacionales españoles aplauden y
estimulan el quehacer de destacadas personalidades de la ciencia ha ablandado
el parecer del Gobierno y de su soporte parlamentario.
Los
científicos quieren la inmediata puesta en marcha del Plan Estatal de
Investigación más Desarrollo más innovación (I+D+i) 2013; que se mantenga la
inversión pública en ciencia básica; que se ejecute el 100% de los presupuestos
aprobados para I+D+i y la materialización de una Estrategia específica en este
concepto con inversiones que permitan cumplir el compromiso de una inversión
del 2% del Producto Interior Brito (PIB) en el período 2013-16.
Son
absolutamente consecuentes las reivindicaciones de los científicos, escamados
desde aquella restricción de unos seiscientos millones de euros en el
presupuesto que engloba la I+D+i, decidida por Mariano Rajoy, tras apenas haber
accedido a la presidencia del Gobierno. Recordemos que en el organigrama de su
gabinete, fue suprimido el ministerio de Ciencia e Innovación, convertido en
una Secretaría de Estado. Desde entonces, los recelos de la comunidad
científica no han hecho más que redoblarse: demasiados recortes y muchas medidas
reduccionistas que han ido minando la moral y la capacidad de acción.
La
ciencia española se percató inmediatamente de que era un camino equivocado el
que seguía el ejecutivo. Una de las primeras consecuencias: resurgía la “fuga
de cerebros”, ya conocida y experimentada en otra etapa de nuestra historia.
Ahora huyen de la precariedad de medios, salen al extranjero o se presentan a
concursos televisivos para poder completar sus trabajos u obtener alguna fuente
de financiación para poder hacerlo. Algunos de esos trabajos, por cierto, han
obtenido resultados sobresalientes.
Entonces,
hubo una primera Carta por la Ciencia de la que se extrae el siguiente
significativo párrafo: “Asistimos a un lamentable y vergonzoso espectáculo en
el que investigadores de muchos centros están siendo despedidos de la noche a
la mañana, y centros de investigación destinados a convertirse en referentes
europeos han llegado casi al extremo de tener que financiarse a través de la
mendicidad”.
No
ha corrido mejor suerte la segunda Carta, en la que los científicos han
constatado una suerte de exclusión, absolutamente inasumible. Que el Gobierno
no haya querido recibirla solo abona esa impresión de desprecio que condensa en
su declaración Carlos Andradas. Que eso se traduzca, además, en que los
contenidos presupuestarios no son reconsiderados ni que hay más inversiones en
I+D+i, revela algo más que insensibilidad por el futuro.
Penoso.
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