martes, 10 de junio de 2014

DEBATIR ES SALUDABLE

Atrás queda el debate televisado entre Miguel Arias Cañete y Elena Valenciano, en el ecuador de la campaña de las elecciones europeas, que ha pasado a la historia por aquel absurdo dechado de “superioridad intelectual” del candidato popular. La socialista, más diestra y más fresca, fue la ganadora pero no parece haberle servido de mucho si se tienen en cuenta los resultados. Ni siquiera se vio favorecida por toda la reacción posterior, que tuvo mucho de recreo en un desgraciado y reprobable trance dialéctico.
         No fueron altos los índices de audiencia de aquella noche y más bajos aún -apenas alcanzaron los ochocientos mil espectadores- fueron los de un segundo debate con los ‘números dos’ y candidatos de otras opciones políticas. En medio de la desafección, del desconocimiento y del desinterés, ni siquiera las citas televisivas, otrora muy esperadas, ambientaron la sosería y la abulia que caracterizaron el tiempo de campaña y las semanas precedentes.
         Es de esperar que en los estados mayores de las organizaciones partidistas, los estrategas y los expertos en comunicación política hayan tomado buena nota para revisar planteamientos futuros sobre el particular, a la espera de la evolución y de los giros que la política vaya deparando. Los principales canales generalistas también tendrán que poner de su parte. Porque, al margen de la repercusión de las redes sociales como instrumento de campaña (estamos en plena fase de investigación para obtener el mejor manejo y la máxima rentabilidad), debe quedar claro que, por salud política y por el bien de la democracia, debates televisados tiene que haber. Para contrarrestar la indiferencia electoral y para mantener encendidos los timbres del interés general, la comparecencia o el examen ante las cámaras tiene que fomentarse y reactivarse.
         Y lo que es más importante: para dar a conocer, siquiera parcialmente, las ideas y las ofertas programáticas. Los electores tienen todo el derecho del mundo a recabar de los candidatos la información y el parecer sobre aquellas cuestiones que más les puedan interesar, pensando en el futuro cuando menos a corto y medio plazo. Tan reacios, como se ha demostrado, a la lectura o a la interpretación de datos con soportes documentales, si se les priva también de citas televisivas aptas para enterarse de propósitos y voluntades o de fórmulas para ejecutar medidas y, en fin, para confrontar criterios y medir capacidades dialécticas, el clima de desapego y de indolencia puede volverse insostenible.
         Otra cosa es que se acierte con la modalidad escogida. Tanto por el número de intervinientes como por los formatos que previamente hayan sido pactados. Ahí se tiene un campo muy abierto, con multiplicidad de opciones: si se encorseta, el debate perdería de antemano en frescura y agilidad, carecería de gancho.
         Pero debatir, tal como está la política, es saludable. Y además, sale barato, si se compara con soportes de campaña mucho más costosos y de dudoso impacto a estas alturas de la exteriorización política. Por lo tanto, hay que potenciar los debates. No puede ocurrir que si en Estados Unidos, Alemania o Francia -en realidad, en todas las democracias consolidadas- los debates pueden resultar determinantes en la suerte electoral, en España se malgasten tiempo y energías en cómo enfocarlos y cómo materializarlos.

         Se trata, simplemente, de normalizarlos. 

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