viernes, 20 de mayo de 2016

LA ESPERANZA DEL XIX

Se ha lucido -y no es la primera vez- el presidente de la Confederación de Organizaciones Empresariales de España (CEOE), Juan Rosell, al afirmar, hace pocos días, que “el trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XXI”.  Lo dice el jefe de los empresarios. ¿Cómo querrán  éstos ganarse la confianza de los trabajadores con declaraciones así? ¿Cómo no van a tomárselas como una provocación? ¿Es ese el mensaje más optimista y más procedente para sacar a los trabajadores -y a los desempleados- del pozo del precariado? ¿Cómo pretenden después que los radicales políticos no repliquen con aseveraciones tajantes? ¿Y que las redes sociales no anden con una efervescencia que se nota a la legua? ¿O será que, a empresarios de otras épocas, mensajes en consonancia? Inevitables preguntas.
Seguro que Rosell sabe que el siglo XIX fue el de la explotación laboral infantil. Curioso: un fenómeno que no ha desaparecido en algunos países y que debería avergonzar a responsables públicos y dirigentes empresariales que lo ven pasar ante sus ojos sin que se note mucho su iniciativa para mitigarlo. Entonces, los salarios no debían ser muy altos que digamos. Las jornadas laborales, además, eran muy largas, algunas de dieciséis horas. Y los derechos, ni mucho menos garantizados. Ahora, en los tiempos presentes, las aspiraciones son otras, entre ellas, que haya menos pobreza y desigualdad. Es posible que en el siglo XXI, el presidente de la patronal española aún no se haya enterado de que es necesario un modelo de sociedad donde se consigne el trabajo (a ser posible, fijo y estable) como un derecho. Por el que seguirán luchando, seguro, muchas personas.
Si en el futuro, en palabras de Rosell, “el trabajo hay que ganárselo todos los días” (y no le falta razón), no es menos cierto que resulta indispensable mejorar las condiciones en que se va a realizar, unas mínimas de incentivación para acreditar la valía, para trazar unos horizontes, para promocionar, para enriquecer la propia formación…

Con declaraciones tan desalentadoras, el empresariado solo consigue alimentar los recelos de los trabajadores. Puede que también su temor a perder el empleo. Pero así no avanza la productividad y se toca en las puertas de la explotación. Solo logra que los registros del paro, aunque las cifras mejoren de vez en cuando, cada vez sean menos creíbles. Y además, pensar que una de las aspiraciones más apreciadas es de hace dos siglos, como que no…

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