Uno de los principales prebostes del más importante ‘turoperador’ alemán (TUI) fue tajante al exponer que los ruidos en la ciudad eran la principal fuente de rechazo o malestar de sus turistas clientes. Así se deducía de las encuestas y de las entrevistas que hacían para contrastar preferencias y estándares de calidad.
Ocurrió durante el ejercicio de la alcaldía, en el curso de una sesión en la que se hizo una valoración de los activos y de las debilidades del destino turístico.
El ejecutivo germano fue más lejos y detalló hasta las tres clases de ruidos que habían delimitado con la información de sus usuarios. Primero, los procedentes de obras y máquinas en las vías públicas o en edificaciones colindantes o cercanas a establecimientos hoteleros. Después, los producidos por los escapes de coches y motocicletas, así como los derivados de fuegos artificiales en horas nocturnas.
Y en tercer lugar, colocaban los que provenían de los altavoces (nunca mejor dicho) de los vehículos, descapotables o no, con música a todo volumen por esas calles y avenidas dando forma y vida a la discoteca-móvil. Ya saben: lo del “tunning” (ignoro si está entre los doce mil términos nuevos incorporados a la tercera edición del Diccionario de uso del español, de María Moliner).
Fue una aportación un tanto insólita (de eso hace ya siete años), pero muy válida a tenor de que lo que parecía una moda se ha ido consolidando como uno de los usos o hábitos sociales de nuestros días.
No les faltaba razón a los alemanes porque miren que es molesto pasear por alguna urbanización y sentir desde la distancia, a cualquier velocidad, el raca-raca de los cada vez más sofisticados aparatos. En unos casos, hasta asustan. Y seguro que han contemplado las escenas de ciudadanos tapándose los oídos o mirar con sorpresa y desagrado.
Se habló de leyes o normas reguladoras, hasta de ordenanzas y de controles acústicos pero la solución se antoja casi imposible. Convivimos en ciudades y ambientes ruidosos que obligan a elevar la voz en cualquier conversación. Siempre hay algo de fondo. La música, cuanto más alta, mejor, se habrán dicho los propietarios o poseedores de esas fuentes de sonido al tope de sus posibilidades, ecualizadas o no. No se dan cuenta de lo que ahuyentan.
Y por lo que se ve, mejor dicho: por lo que se oye, los turistas no quieren más sobresaltos. Los nativos, tampoco, aunque se resignan, ya ven. O todo lo más: los empresarios del sector trasladarán las quejas a los gobernantes de turno y así sucesivamente.
Joaquín Sabina, en Esta boca es mía (1994), dio forma poética a los Ruidos que hoy sigue vigente. Para eso la canta en la exitosa jira que comparte con Serrat.
“…Ruido de abogados/ ruido compartido/ ruido envenenado/ demasiado ruido”.
Puestos a contrastar, los adjetivos que emplea son demoledores: empedernido, escandaloso, introvertido, descastado, insatisfecho, enloquecido, intolerable… Puro y duro ruido.
miércoles, 26 de septiembre de 2007
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