Ahora que los cabildos insulares disponen de nuevo marco
legal, a ver si bajan más tranquilas sus aguas internas, muy turbulentas a lo
largo del mandato que declina. Ni una sola de las siete instituciones se ha
librado, en efecto, de agitaciones, contenciosos políticos o discordias, de
modo que, contrariamente a la estabilidad aportada por el Gobierno de Canarias
en este ciclo, han sido los cabildos escenarios en los que se ha puesto a
prueba ese duro equilibrio, ese casi imposible sosiego tan difíciles de
conseguir en la política canaria.
Tirando de
memoria, todo empezó cuando Belén Allende (CC-AHI), en El Hierro, se vio
desbancada de la presidencia por una censura que, suscrita por los consejeros
de PSOE y PP, prosperó para que el socialista Alpidio Armas se convirtiera en
nuevo presidente. Fue, después de las elecciones de 2011 y del ‘Pacto por
Canarias’ rubricado por Coalición Canaria y los socialistas canarios, la
primera gran prueba que hubo de superar esta entente.
Otra alianza
entre socialistas y populares significó en la práctica, en noviembre de 2013,
la salida de Guadalupe González (CC-API)
de la presidencia del Cabildo palmero, relevada por Anselmo Pestana, con un
severo coste para su organización política, aún con flecos recientes que
discutir.
Si las
censuras entrañan siempre alteraciones en gobernabilidad y esquemas de
funcionamiento, las fracturas internas también suponen un alto coste, tanto si
se trata de la ruptura de un pacto político como de una quiebra o fuga que
llaman mucho la atención cuando del presidente se trate. Es lo que ocurrió con
dos históricos: José Miguel Bravo de Laguna (PP) que decide continuar y
adscribirse a otra formación política después de que el primer dirigente de la
suya, José Manuel Soria, decidiera relevarle; y con Casimiro Curbelo (PSOE),
considerado no idóneo en el proceso de selección de candidatos, razón que debía
temerse cuando pronto anunció las nuevas siglas que, por lo visto, él mismo había
promovido.
En otros dos
cabildos de la provincia oriental, las aguas se removieron bien es verdad que
sin grandes efectos. En Lanzarote saltó por los aires el entendimiento entre CC
y PSOE, por un quítame allá las incidencias presupuestarias de la Cueva de los
Verdes. El presidente, Pedro San Ginés, seguía como presidente en tanto que el
coste más grave, con las bajas de dos consejeros, sería para los socialistas.
Mario Cabrera, en Fuerteventura, preparaba su salto al Parlamento y el relevo
de Marcial Morales cuando se vio sorprendido por una de esas intrincadas disputas
internas que obligó a los dirigentes nacionalistas a impedir una sangría de
mayor volumen para intentar salvar su proyecto autonómico.
Finalmente,
en Tenerife, una sustitución en la presidencia con el mismo color político:
Ricardo Melchior, después de muchos años, cedió el testigo a Carlos Alonso. Es
la guinda con que completar este mandato de acusada inestabilidad que, por
fortuna, se salda con la aprobación por unanimidad en el Parlamento de una ley
específica, generosamente trabajada por las partes y llamada a ponderar de una
vez, con una clara delimitación competencial, su papel de relevantes
instituciones de la Comunidad Autónoma.
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