lunes, 21 de diciembre de 2015

LA PANCARTA

En plena digestión de la aritmética electoral, entonemos un modesto réquiem por la pancarta, ese soporte de campaña que desde 1977, a lo largo de varias convocatorias, sirvió como uno de los baluartes de la publicidad y de la identificación visual de los partidos en liza. Han dicho adiós a la pancarta, esa que colgaba en calles, avenidas, intersecciones y en sitios originales e inverosímiles desde donde llamaban la atención. Con ella convivían durante las semanas de campaña -y la propina que significaba no descolgarla- conductores y viandantes. Las pancartas adornaban la geografía urbana, se convirtieron en una imagen habitual de todo período electoral. Los partidos políticos llegaron a rivalizar en el número de las que instalaban. Y numerosos ciudadanos medían las fuerzas de tales partidos en función de su mayor o menor poderío pancartero. Al principio, eran elaboradas de forma artesanal. Compraban las telas y las pinturas, confeccionaban los moldes o los troqueles y buscaban un lugar lo suficientemente espacioso como para trabajar y almacenarlas. Los pintores eran los especialistas y profesionales más requeridos, pero quienes estaban poco adiestrados o temían salir manchados terminaban incorporándose y sintiéndose partícipes de la obra. Eran los propios militantes quienes intervenían en estos menesteres.
El complemento de la instalación, alambres o sogas, que sobrasen para amarrar con cierta seguridad, resultaba indispensable. Mientras la mano de obra se esmeraba para disponer de las pancartas cuando se iniciara la campaña electoral, desde otro departamento se estudiaba y decidía el emplazamiento. Llegaron a medir la separación entre báculos paralelos. También las vallas de puentes y de infraestructuras y hasta fachadas donde era factible la colocación. Había que confiar luego en que el viento o la lluvia no echasen a perder tan generoso esfuerzo, un apartado creativo de la campaña. Hasta que llegaba la noche del arranque. Desde las sedes o de algunos talleres privados prestados para la ocasión, salían coches y camiones con escaleras y otros artilugios que el personal habría de emplear para instalar las pancartas. Unos iban con prisas, para terminar cuanto antes y llegar al siguiente enclave. Otros, más pausados, manejaban las herramientas y se aseguraban. Al día siguiente, en los pueblos y en las ciudades, lucían las pancartas, la propaganda eclosionaba y quienes habían contribuido recorrían los lugares donde habían llevado a cabo su obra. Había quien analizaba la idoneidad y se apresuraba a encontrar nuevos emplazamientos. Alguien, celoso, abogaba por la retirada en plena jornada electoral dada su proximidad a un colegio. Con el tiempo, fue desapareciendo la manufactura, disminuyeron el carácter artesanal y altruista. El personal se hizo más cómodo y los partidos recurrieron a los establecimientos de impresión directa, a las serigrafías y a la digitalización. El presupuesto se incrementaba, claro, en función del número. Pero la externalización iba al galope. Te daban hecha la pancarta y, en algunos caso, hasta te la instalaban. Hasta que la pasada campaña prácticamente desapareció. Todo lo más, algunos previsores que piensan en el reciclaje rescataron las unidades genéricas que servirían para todas las convocatorias. Para colmo, hasta pactaron en algunos lados la reducción de la propaganda electoral de todo tipo para no interferir (sic) o deslucir la ambientación navideña. Los partidos prescindieron de la pancarta en campaña: ahora se buscan -y se miden- los impactos en las redes sociales y en los medios. Además, como ya no hay un solo eslógan, sería más complicado confeccionarlas con el lema más adecuado. Adiós también a la unidad de imagen, ese principio que había que respetar no fuera que hubiera consecuencias negativas. La pancarta, salvo singularísimas excepciones, no son piezas de museo. Total, para lo que los partidos se esmeran en su propia historia… Adiós pancarta, adiós. Sigamos con la digestión.

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