En las vísperas electorales, tratando de parafrasear la
patriótica canción compuesta por Irvin Berlin, escribimos: “Dios inspire a los
norteamericanos”. No lo hizo. Pero la bendición de la soberanía popular es
incuestionable. Da igual se haya pasado del primer presidente negro a un
presidente racista, por atribuirle una característica. Algo iba mal para que
las encuestas evolucionaran de forma tan rara: volvieron a fallar, si bien
alguna apuntaba la posibilidad del triunfo de Donald Trump. En la campaña más
bronca, espejo de una sociedad fracturada, el historiador infalible, Allan
Litchman, volvió a acertar, no importó que reapareciera el Ku-Klux-Klan. ¡Cómo
estarán esos ultraderechistas del mundo!
Desde primera hora de la mañana, circula en las redes un
montaje fotográfico con la estatua de la libertad neoyorquina llorando. Es una
manera gráfica de reaccionar ante lo ocurrido: la sociedad norteamericana ha
escogido, no se sabe muy bien por qué, el camino que más temor sugiere.
Mal final para Obama, caramba.
Y peor para Hillary Clinton.
De todos modos, ahora sí, es inevitable: “Dios bendiga a
América”.
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