viernes, 20 de marzo de 2020

UNA ABSOLUCIÓN DUDOSA


Firmó cuatro resoluciones injustas, tal como reconoce la sentencia, pero no constituyen un delito de prevaricación. Se admite también que el derecho al secreto profesional “constituye la base de la libre información y, por tanto, del pluralismo político, que es un valor superior de nuestro ordenamiento jurídico”. Pero el juez Miguel Florit ha resultado absuelto.
¿Recuerdan el caso? Es curioso. Su Señoría había requisado los teléfonos móviles de dos periodistas, Kiko Mestre, de Diario de Mallorca, y Blanca Pou, de la agencia Europa Press que cubrían la información del conocido como “Caso Cursach” y habían consultado telefónicamente distintas fuentes, de modo que rastrearon sus llamadas que incorporaron al procedimiento. El juez se incautó de los teléfonos, sin ponderar debidamente el derecho de los informadores a preservar la confidencialidad de sus fuentes.
La sentencia recoge todos esos extremos pero absuelve al juez Florit. Con razón la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) ha manifestado en un comunicado que no se entiende la absolución del magistrado y alerta que la resolución “sienta un precedente peligroso que podría ser aprovechado para imponer límites al derecho constitucional de los periodistas al secreto profesional”, que es uno de los pilares del libre ejercicio del periodismo “sin el cual muchos de los escándalos de corrupción que se han sucedido en nuestro país en los últimos años quedarían impunes”.
Claro que es un precedente inquietante. Si ya la casuística hace dudar a muchos profesionales y a quienes emprenden acciones por presuntos delitos de odio o de injurias y calumnias, pese a hacer acopio de pruebas documentadas, radiofónicas y videográficas, ahora, tratándose de investigaciones que pretenden dar soporte y verosimilitud a investigaciones sobre tramas y conductas, esta resolución del Tribunal Superior de Justicia de Islas Baleares viene, cuando menos, a frenar muchas iniciativas de pleitos o demandas.
No se entiende, en efecto, que el Tribunal sostenga que el juez Florit no era consciente de la injusticia de sus resoluciones, criterio calificado por la FAPE como peregrino. Se supone, sostiene la organización periodística, que un juez debe saber lo que es justo e injusto antes de producir sus determinaciones.
Está bien lo de solidarizarse y animar a los profesionales para que sigan acreditando su nivel profesional pero hay que ser conscientes de la trascendencia de la resolución absolutoria. Como hay que tener muy presente la necesidad de disponer de una norma que desarrolle el secreto profesional de los periodistas. Precisamente, la carencia de esa ley es recogida en la sentencia de Mallorca pues obliga al juez a una ponderación con otros principios concurrentes, en este supuesto, el interés del Estado en perseguir la revelación de secretos. Claro que la FAPE estima que el vacío legal no impide que ese derecho constitucional deba ser respetado, de modo que no se castigue o penalice a quien lo vulnere. Y alude al Codigo Deontológico que establece que el periodista garantizará el derecho a sus fuentes informantes a permanecer en el anonimato, si así lo solicitan, con dos excepciones: que la fuente haya falseado de manera consciente la información o cuando revelar las fuentes sea el único medio para evitar un daño grave e inminente a las personas.
Mientras tanto, ya saben, 'doctrina' Florit.

Jornada 5 de la alarma

Llueve desde que amanece. La plaza, para hacer honor a su nombre, está llena de charcos. Empapada. Un grupo de operarios hace tareas de acondicionamiento. Se supone que entre ellas y la lluvia, la vegetación lo agradece. Pero otra vez las cifras, las del virus dichoso, para desmoralizarse. El guasap en un no parar. Con razón circula un dato sobre su multiplicación desde que se inició la pesadilla.
Tras los cristales, recuperamos aquella poesía de don Antonio Machado con la que la abuela enseñaba a leer y memorizar.


Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón”.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
No hay coro ni carteles y el maestro truena en la memoria. La monotonía de lluvia en los cristales envuelve una estampa de añoranza pero también de dolor porque los números son terribles. Los taxis siguen en la parada más próxima. A la panadería hay que entrar de uno en uno. La tarde gana en monotonía, apenas alterada por el aplauso y las conversaciones de balcón a balcón que se escuchan perfectamente. Se ha ganado en cercanía, aunque los móviles campeen a sus anchas. Lorenzo Milá, en la televisión pública, convierte cada crónica, cada pieza, en una lección de periodismo: el escalofriante dato de que en una ciudad de Lombardía ya entierran a los fallecidos en localidades próximas porque en su camposanto no hay espacio, es ilustrativo del sufrimiento italiano. Por cierto, los amigos de Martinsicuro (Abruzzo) con los que nos hermanamos hace unos años están bien. Algo reconfortante antes de ir a dormir, algo más temprano de lo habitual.



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