Ya está muy extendido que el cine “Chimisay”, en el Puerto de la Cruz, va a cerrar. Las puertas del “Timanfaya” ya lo hicieron hace unos meses. Y en medio de la resignación, surgen unos ciudadanos norteños que empiezan a recoger firmas y a sensibilizar a la población para impedir que se consume otra mala noticia y que el proceso de decadencia del municipio no incorpore otra prueba más. Menos mal.
Imposible determinar si lo conseguirán o no pero, al menos, hay que agradecer a los promotores su iniciativa, ese esfuerzo de movilización para que la gran pantalla no sea un elemento más de la historia de la ciudad.
En esa historia entró el teatro “Topham” que se vino abajo en pleno desarrollismo de los sesenta sin que nadie tuviera un ápice de visión de futuro y previera que el Puerto se quedaba sin recintos donde apreciar manifestaciones artísticas o culturales. El viejo “Topham” dijo adiós en silencio, no tuvo defensores públicos, salvo Jesús Hernández, ‘el Maestro’, que había dirigido allí obras de teatro para bachilleres de todas las edades y veladas lírico-musicales -¡qué denominaciones las de aquéllos años!- donde unos cuantos hicieron pinitos y descarnaron aptitudes.
El “Topham”, popular por su ‘gallinero’, un graderío de madera donde las noches de lleno olía a humanidad que era un primor y de vez en cuando alguna somnolencia era interrumpida por el paso de insectos, acogió también fiestas bailables -dicen que los de “Blanco y Negro”, siempre anunciados como grandes, destacaron por un señorío como no se conocía en la isla, ni siquiera en Santa Cruz- y riñas de gallos, que se hacían durante algunos meses del año los domingos al mediodía.
El “Olympia” fue el otro “local de los grandes estrenos cinematográficos”, terminología que fue calando en todas las capas de población. Tomó el relevo del “Topham”, se quedó solo. Logró, ante todo, alterar sustancialmente los hábitos horarios de la localidad. Las sesiones dejaron de proyectarse a las 7 y a las 10 y pasaron a ¡tres diarias!: 6, 8 y 10, cuando la duración de las cintas era la convencional. El “Olympia” -tiempos de No-Do, filminas, propagandas rudimentarias y personajes memorables- conoció aquella revisión de la conocida y temida “Calificación moral de espectáculos” que el franquismo y la Iglesia creyeron indispensable para frenar las corrientes y aperturas europeas. Se pasó de “Apta” y “No apta” a “Para mayores de 14”, de 18.
La propiedad del cinema -ésta era su denominación real- nos pidió que dijéramos unas palabras antes de la última proyección. Y cumplimos, con la vana esperanza de que el uso cinematográfico fuera recuperado. Hablamos de “los cuadros del cine” -¡qué expresiones las de aquellos años-, de las veladas de boxeo que acogió y hasta de los “baños turcos”, denominación coloquial o popular con que se identificaba a los bailes que eran programados tanto en carnavales como en las fiestas de julio. Por ahí debe quedar algún programa de la ocasión
“Topham”, “Olympia”, “Timanfaya”… Nombres, pues, para la historia. El “Chimisay”, como que se resiste a entrar. Ojalá que esa iniciativa ciudadana sirva y frene la desaparición, si otrora impulsada por el desarrollismo salvaje o las legítimas oportunidades de negocio, ahora motivada, entre otras causa, por la crisis de un sector que ha de competir con video, con internet y con nuevas tecnologías y no sabe muy bien cómo hacerlo.
En el Puerto siempre hubo una cultura cinematográfica avanzada. Una seña de distinción era “saber o entender de cine”. Cada portuense era un crítico en potencia. Memorizaba nombres de artistas y de directores y alumbraba juicios sobre la calidad de la cinta con una facilidad asombrosa. Así, desde la fácil distinción -una policíaca, una “españolada”, una de fantasía…- hasta la identificación doméstica de los intérpretes -el fulano, la chica, el malvado…-, esa cultura sobrevive hasta nuestros días.Ojalá que no haya que cultivarla en otras latitudes porque el Puerto, como tantas otras cosas, se quede sin cines. Hay que intentarlo. Hay que impedir otro réquiem.
sábado, 13 de septiembre de 2008
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