Siendo delegado del Gobierno en Canarias, tuve oportunidad de asistir al acto de presentación de los deportistas discapacitados que iban a participar en los Juegos Paralímpicos de Beijing (Pekín). Junto a la secretaria de Estado de Política Social, Familias y Atención a la dependencia y a la discapacidad, Amparo Valcárce, estaban los representantes de las entidades que velan por los procesos de integración y de entrenamiento de estos deportistas, así como de las empresas y firmas que colaboran con los respectivos programas. Allí estaba el gran Manolo Negrín, siempre comprometido con las causas nobles, como maestro de ceremonias.
Era un acto distinto por razones que no es necesario detallar. El clima de emotividad era inevitable. Muchos más, cuando los deportistas intervinieron y sus palabras fueron una mezcla de entusiasmo, de expectativa y de gratitud. Sobre todo, de gratitud. Me encantó compartir con los deportistas, con sus padres, con sus entrenadores y patrocinadores aquellos momentos de feliz ilusión, pendiente de cristalizar unos meses después, cuando su particular cita olímpica.
Y allí estaba él, allí le conocí. Y es curioso: he querido ver el desfile de clausura de los Juegos pues quería ver su rostro. El rostro de un abanderado. Era el mismo rostro de aquella ocasión: el de Enhamed Yahdih. Sonriente, llamativo, expectante… Y sobre todo, cabal. El gesto de aquella cita era merecedor de todo el respaldo, de toda la confianza. Ahora, ante la pequeña pantalla, era el mismo gesto avalado por cuatro oros, los que cosechó, nadando, en el denominado Cubo de Agua, una de las fabulosas e icónicas infraestructuras deportivas construidas al calor de la cita olímpica.
Enhamed Yahdih. Veintiún años. Grancanario. Hijo de emigrantes saharauis, procedentes de El Aaiún. Estudiante de Administración y Dirección de Empresas. Invidente y ganador de cuatro preseas de oro. Este es, en pocas palabras, el perfil de quien se convirtió en la figura de la delegación paralímpica española. El perfil de quien se ganó el derecho a ser el abanderado en la clausura.
Una retinosis congénita que degeneró de forma irreversible le dejó ciego a los ocho años. Pude preguntarle entonces a qué edad comenzó a nadar: “A los ocho años”; y por qué escogió una disciplina tan exigente: “Porque me encanta resistir”.
Claro que impactaron sus directas y lacónicas respuestas. Me acordé de tantos y tantos niños saharauis que vienen en determinadas épocas del año y de la frase de uno de los mentores de los programas de acogida: “Es que les han robado el mar y por eso se entusiasman con el agua”.
Y allí, con la enseña nacional, feliz, dichoso, desfilaba Enhamed. Se me erizaron los pelos, lo confieso. Había competido con una soltura envidiable en la categoría S11 para deficientes visuales. Ganó las competencias de 50, 100 y 400 metros libres y completó su cuarteto de oro en los 100 metros mariposa. Registró a su nombre dos récords del mundo. Como es humano, se le resistió la prueba de 100 metros espalda en la que clasificó en octava posición.
Enhamed es un claro ejemplo de perseverancia y de superación. Hoy en día, cuando los deportistas profesionales son literalmente mimados, cuando una molestia en el dedo meñique ya es noticia de duda para su concurso en un próximo encuentro, que un deportista ciego, con todos los condicionantes que ello supone, sobre el agua demuestre que su trayectoria es sinónimo de esfuerzo, de entrega y de compromiso, merece todos los elogios. Sus entrenadores y sus mecenas tienen razones de sobra para sentirse orgullosos. Que aprendan bien su máxima:
“Porque me encanta resistir”.
Por cierto: qué gran inversión de las empresas que han patrocinado. Enhorabuena también.
jueves, 25 de septiembre de 2008
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