Se empiezan a amontonar en Canarias las sentencias y las resoluciones judiciales que cuestionan -en algunos casos, severamente- decisiones adoptadas por órganos institucionales y administrativos, especialmente en el ámbito de la ordenación del territorio y del urbanismo. ¿Adiós al estado de la impunidad? No tan deprisa, no tanto…
Se dirá, por un lado, que es bueno que el poder judicial esté atento, velando por el cumplimiento de la norma y de la seguridad jurídica. Después de tantos casos preñados de irregularidades, que alcanzaron notoriedad mediática, van sucediéndose decisiones de salas, juzgados y tribunales que hacen ver que todo el monte no es orégano. Desde ese punto de vista, que el Estado de derecho funcione, resulta, cuando menos, saludable. Que las controversias, esas que tantas dudas terminan recogiéndose de la siembra de la impunidad, se zanjen -porque no hay más remedio- en residencia judicial, aunque sea tarde -que se lo digan a Carmelo Padrón-, tranquiliza.
Pero, por otra parte, tal sucesión -que no debe dejar paso al “gobierno” de los fiscales y jueces- revela que en las instancias políticas hay muchas cosas que no se están haciendo bien, que muchos responsables se están conduciendo con evidente arbitrariedad y que así no se llega a buen puerto: ni el sistema funciona a plenitud, los perjuicios a terceros pueden ser mayúsculos y se resiente la calidad democrática.
El caso es que se comienza por no tener presente o ignorar los informes técnicos que advierten o condicionan, se sigue por la célebre “quien venga detrás, que arree” y se termina, entre hechos consumados y resoluciones indemnizatorias, con la cruda realidad de derribar, restituir o sufragar económicamente los perjuicios ocasionados. Algunos alcaldes y concejales de hacienda ya saben que, a la hora de presupuestar, deben prever consignación -y no exigua, precisamente- para hacer frente a posibles fallos judiciales en que se condena a los órganos o la corporación que adoptaron alguna determinación contraria a derecho.
Contrastaremos las evidencias a lo largo de los próximos años, es decir, que aún quedan unas cuantas causas pendientes -algunas de grueso calibre- entre las que se pone de manifiesto ese mal tan dañino que es la corrupción política, “una orgía que aquí vivimos”, Alberto Vázquez-Figueroa dixit.
Y por si no bastaran las medidas judiciales correctoras, las conocidas y las que están por venir, ahí surge otro espacio para la duda: el Consejo Consultivo de Canarias, uno de los grandes desconocidos de la institucionalidad canaria, advirtió la semana pasada de la nulidad de derecho de un proyecto legislativo del Gobierno: Ley de Fomento de Participación Ciudadana, que sí que ha nacido ‘estrellado’, vaya que sí.
Aunque en el ejecutivo se esfuercen en minimizar el impacto, la unanimidad de los componentes del Consejo a la hora de rechazar contenidos o figuras del documento ha hecho sospechar de un nuevo cambalache, encima con bendiciones legales. Es como si este Gobierno no estuviera saciado, no le bastara con los mecanismos clientelares que ha puesto en marcha, y entonces aspira a plasmar en textos articulados aquellas pretensiones que reafirmarían su poder y su ‘modus operandi’: así está en la Ley, cúmplase. Y no hay discusión posible.
Lo peor es que nace viciado ese legítimo propósito de dar rango legal a una asignatura tan relevante en la sociedad de nuestros días y del futuro como es la participación social, esa que fluye por las redes de ciudadanía sin muchos corsés legalistas y, en algunos casos, con estimables resultados. Igual queda alertada mucha gente que trabaja estas materias y logra que el rechazo a fórmulas teóricas de intervención en asuntos públicos con clara voluntad de controlar hasta la megafonía de los actos públicos –pero ¿no está sucediendo algo de esto ya sin necesidad de Ley?- haga un largo recorrido.
Los especialistas, desde luego, los que, desencantados, cada vez se han ido alejando más y más de los convencionalismos, tienen una excelente oportunidad durante la tramitación de esta norma que el Consultivo ha frenado en seco dada su apariencia de cambalache. Ya no son tentaciones populistas o totalitarias, ni siquiera búsqueda de soportes con los que consolidar el régimen y perpetuarse en el poder: se trata de adecentar el patio político y de imbuir de una cierta dignidad -y madurez- a la sociedad que, cada vez menos atónita, asiste a los desmanes que, precisamente, la judicatura intenta corregir.
Es la sociedad que algún día se cansará del pan y circo.
Se dirá, por un lado, que es bueno que el poder judicial esté atento, velando por el cumplimiento de la norma y de la seguridad jurídica. Después de tantos casos preñados de irregularidades, que alcanzaron notoriedad mediática, van sucediéndose decisiones de salas, juzgados y tribunales que hacen ver que todo el monte no es orégano. Desde ese punto de vista, que el Estado de derecho funcione, resulta, cuando menos, saludable. Que las controversias, esas que tantas dudas terminan recogiéndose de la siembra de la impunidad, se zanjen -porque no hay más remedio- en residencia judicial, aunque sea tarde -que se lo digan a Carmelo Padrón-, tranquiliza.
Pero, por otra parte, tal sucesión -que no debe dejar paso al “gobierno” de los fiscales y jueces- revela que en las instancias políticas hay muchas cosas que no se están haciendo bien, que muchos responsables se están conduciendo con evidente arbitrariedad y que así no se llega a buen puerto: ni el sistema funciona a plenitud, los perjuicios a terceros pueden ser mayúsculos y se resiente la calidad democrática.
El caso es que se comienza por no tener presente o ignorar los informes técnicos que advierten o condicionan, se sigue por la célebre “quien venga detrás, que arree” y se termina, entre hechos consumados y resoluciones indemnizatorias, con la cruda realidad de derribar, restituir o sufragar económicamente los perjuicios ocasionados. Algunos alcaldes y concejales de hacienda ya saben que, a la hora de presupuestar, deben prever consignación -y no exigua, precisamente- para hacer frente a posibles fallos judiciales en que se condena a los órganos o la corporación que adoptaron alguna determinación contraria a derecho.
Contrastaremos las evidencias a lo largo de los próximos años, es decir, que aún quedan unas cuantas causas pendientes -algunas de grueso calibre- entre las que se pone de manifiesto ese mal tan dañino que es la corrupción política, “una orgía que aquí vivimos”, Alberto Vázquez-Figueroa dixit.
Y por si no bastaran las medidas judiciales correctoras, las conocidas y las que están por venir, ahí surge otro espacio para la duda: el Consejo Consultivo de Canarias, uno de los grandes desconocidos de la institucionalidad canaria, advirtió la semana pasada de la nulidad de derecho de un proyecto legislativo del Gobierno: Ley de Fomento de Participación Ciudadana, que sí que ha nacido ‘estrellado’, vaya que sí.
Aunque en el ejecutivo se esfuercen en minimizar el impacto, la unanimidad de los componentes del Consejo a la hora de rechazar contenidos o figuras del documento ha hecho sospechar de un nuevo cambalache, encima con bendiciones legales. Es como si este Gobierno no estuviera saciado, no le bastara con los mecanismos clientelares que ha puesto en marcha, y entonces aspira a plasmar en textos articulados aquellas pretensiones que reafirmarían su poder y su ‘modus operandi’: así está en la Ley, cúmplase. Y no hay discusión posible.
Lo peor es que nace viciado ese legítimo propósito de dar rango legal a una asignatura tan relevante en la sociedad de nuestros días y del futuro como es la participación social, esa que fluye por las redes de ciudadanía sin muchos corsés legalistas y, en algunos casos, con estimables resultados. Igual queda alertada mucha gente que trabaja estas materias y logra que el rechazo a fórmulas teóricas de intervención en asuntos públicos con clara voluntad de controlar hasta la megafonía de los actos públicos –pero ¿no está sucediendo algo de esto ya sin necesidad de Ley?- haga un largo recorrido.
Los especialistas, desde luego, los que, desencantados, cada vez se han ido alejando más y más de los convencionalismos, tienen una excelente oportunidad durante la tramitación de esta norma que el Consultivo ha frenado en seco dada su apariencia de cambalache. Ya no son tentaciones populistas o totalitarias, ni siquiera búsqueda de soportes con los que consolidar el régimen y perpetuarse en el poder: se trata de adecentar el patio político y de imbuir de una cierta dignidad -y madurez- a la sociedad que, cada vez menos atónita, asiste a los desmanes que, precisamente, la judicatura intenta corregir.
Es la sociedad que algún día se cansará del pan y circo.
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