Hasta dónde habrá llegado el estupor, y
puede que la indignación, de quienes han sido despiadadamente críticos con los
escraches, término que escribimos por primera vez, por cierto, al escuchar las
manifestaciones del presidente del Consejo General del Poder Judicial y del
Tribunal Supremo, Gonzalo Moliner. Para quienes aún desconozcan el significado
de la palabra, digamos que son las protestas que se efectúan ante el lugar de
trabajo o el domicilio de políticos a los que, de algún modo, hacen responsables
de algunas medidas, en este caso no haber promovido ya una solución estable
para los desahucios.
Su Señoría ha dicho que “son un ejemplo de
la libertad de manifestación, en tanto no sean violentos”, añadiendo que son
“rechazables si afectan a la libertad individual de las personas”. Moliner ha
precisado que “no se pueden condenar de manera general” ya que depende de las circunstancias en que
se desarrolle cada uno.
Y claro, para quienes han hablado de
nazismo, para quienes han secundado de alguna manera -equivocada, por cierto-
ese planteamiento, para quienes se han apresurado a condenar tan reprobables
métodos, las palabras del presidente del Tribunal Supremo habrán producido
urticaria. Han sido, además, lo suficientemente precisas como para dejar bien sentado
que se trata de un derecho y que, por tanto, debe ser respetado.
No es que Moliner bendiga las protestas
pero al menos su apreciación es válida para encontrar ese punto de sensatez y
de equilibrio que tanto se echa en falta en toda tendencia social radicalizada.
Quienes vienen interpretando los escraches como fórmula que debe ser reprimida
sin ambages -seguro que callaron o miraron para otro lado cuando había personas
que se concentraban o manifestaban a favor de una ley de interrupción
voluntaria del embarazo o cuando comunidades y colectivos han reivindicado
trabajo o mejores condiciones laborales-, han encontrado en los razonamientos
del magistrado un freno a sus pretensiones que, de alguna forma, riñen con el
Estado de derecho.
Eso sí, han hallado también un aliado
inesperado: con Moliner en juego, ya hay otra razón, otro factor para hablar
menos de lo que daña y de lo que indigna. Encima, tienen suerte.
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