Algunos productos televisivos basaron su éxito en contar las
intimidades de personajes famosos o populares. Con el pretexto de su condición
pública, no escaparon políticos, empresarios, artistas y profesionales de toda
laya, algunos de los cuales se prestaron sin demasiadas reservas, probablemente
también por motivos económicos. Con el tiempo, cuando la cosa empezó a resultar
molesta, cuando los empleados de los medios acudían a aeropuertos y otros
recintos, o montaban guardia -como lo leen- en el exterior de lugares de
actuación y de los propios domicilios, es decir, cuando se configuraba un claro
acoso en busca de la imagen o del testimonio, empezó una deserción colectiva y
se sucedió juna negativa generalizada. Los reporteros comprendieron que su
labor era cada vez más difícil y sufrieron todo tipo de desplantes. Directores
y editores -muy exigentes siempre con los anteriores, por cierto- se dieron
cuenta de que la fórmula se agotaba, por muchos antídotos que administraran,
incluidos los derivados de la utilización de los potentes recursos de los propios
medios en contra de quienes se negaban a “colaborar”, simplemente con un
silencio.
Cuando se
materializó esa actitud, alguno de esos productos incursionó con su misma
gente, con sus habituales intervinientes, o sea, con quienes sabían y contaban
lo de los demás. Hurgaron en sus intimidades, desvelaron vivencias y sucesos,
se acusaron mutuamente de cualquiera de sus comportamientos, pasados o
presentes, cuestionaron sus capacidades de comunicación y, en fin, se
reprocharon todo lo que estaba a su alcance, incluso lo que cobraban. Ya no era
periodismo a lo que se jugaba, ya no era información lo que se buscaba: aquello
degeneró en un espectáculo circense -con vaivenes de todo tipo- en el que poco
importaban la dignidad o los principios de los intervinientes.
La
periodista y escritora Elvira Lindo analizaba días pasados en el diario El País la evolución de las redes
sociales desde su misma experiencia en ellas. Y a propósito del acoso que a
duras penas soportan los famosos en cualquier parte del planeta, terminaba
señalando que “hay un público que se ha aliado con el peor periodismo para
vulnerar las normas de privacidad”. Es cierto, por mucha “telebasura” de la que
se hable. Llámese morbo, curiosidad, cotilleo o afán incontenible de saber lo
que ocurre con quienes se mueven en las esferas de la popularidad, está claro
que los índices de audiencia revelan que ese género, mal llamado del corazón,
interesa y atrae. Entonces, se produce ese pacto no escrito para abundar en las
debilidades humanas, para desnudarlas. Al precio que sea, aunque haya que
saltarse normas, la Constitución incluida. Y si vienen pleitos, ya veremos cómo
se las arreglan los abogados y hasta dónde llega la laxitud y la interpretación
de los jueces.
Claro que
Elvira Lindo advierte. Así como hay un “peor periodismo”, existe también el
“periodismo serio que antes tenía claras sus fronteras éticas y ahora las rompe
apelando a una libertad de información y expresión que deja a los personajes
públicos cabreados y desprotegidos”. Surge así un dilema sin beneficio. Habría
que añadir que la competencia, la necesidad de ganar audiencias, influyen mucho
en ese sentido. Y así se difuminan esos límites fronterizos.
Entre otras
razones, porque, como apunta la citada autora, quienes padecen ese acoso o ese sufrimiento,
por desenvolverse en el ámbito de lo público, ya lo llevan en el sueldo.
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