Llama la atención que de
la crisis venezolana se haya informado menos que la de Ucrania. Mientras los
acontecimientos de este país eran seguidos en directo y podía verse a enviados
especiales y redactores en plenas refriegas y en los asaltos a las
instituciones, del país hermano llegaban imágenes a cuentagotas en tanto que
los periódicos no hacían grandes despliegues. En Venezuela también había
muertos, que es uno de los termómetros con los que medir informativamente la
temperatura de las crisis sociales, pero parecían interesar menos las víctimas
y otros pormenores de la fractura social que afecta al país.
Parece que la revolución -bonita, la adjetivó Chávez- se
tambalea, pese a los respaldos que todavía se aprecian en concentraciones
populares los cuales justifican y legitiman los resultados de las consultas
electorales libradas a lo largo de los últimos años. Nadie puede negar que las
políticas sociales del chavismo hayan representado un claro de esperanza y una
mejora en las condiciones de vida de miles de venezolanos pero otros hechos,
otros comportamientos y otros abusos han ido mermando la credibilidad de esas
mismas actuaciones. Inevitablemente han conducido a un clima de radicalización
social, a una bipolarización que se plasma en el encono que caracteriza la
convivencia social.
Se sabía que con Chávez ausente se abría una gran
incógnita, pese a que la voluntad de continuidad del régimen era una evidencia.
El presidente Maduro, sin el carisma ni el impulso constante de aquél (es
verdad que teñidos de huidas hacia adelante en muchos casos), demostró
flaquezas que no salvan frases hechas de discursos anticuados ni
gesticulaciones inapropiadas. Venezuela vive así sobre el barril de pólvora al
que una chispa puede volar en cualquier momento.
La inseguridad ciudadana, el desabastecimiento de
alimentos y productos básicos, las restricciones a los medios de comunicación,
los fuertes desequilibrios económicos (la inflación anual ha llegado a ser del
56 por ciento) y la manifiesta debilidad productiva y competitiva de la empresa
nacional de petróleos (PDVSA) tiñen de negro, de máxima incertidumbre cualquier
salida a la crisis, cualquier escenario de porvenir que se vislumbre.
Las informaciones que llegan, desde luego, no invitan al
optimismo. En el Gobierno ven amenazas golpistas tramadas en torno al
imperialismo yanqui; los estudiantes –decisivos en otros procesos sociales de
países que han vivido circunstancias similares- se resisten a un papel pasivo o
secundario; surgen colectivos paramilitares o parapoliciales; hay líderes
políticos encarcelados; la corrupción, como la inseguridad ciudadana, sigue al
galope tendido; muchas personas disponen de armas, supuestamente para
defenderse; las imágenes reflejan colas interminables ante mercados y centros
de alimentación y últimamente en gasolineras; el desahogo social se refleja en
multitudinarias marchas y concentraciones… ¿Cómo se puede vivir así?, se
preguntarán y tienen toda la razón. El creciente descontento, la crispación
social de los últimos meses está alcanzando niveles guerracivilistas.
Parece que no se fían quienes discrepan del régimen
chavista de las ofertas de paz social, diálogo y mano tendida que llegan desde
la cúpula gubernamental. Eso acentúa la incertidumbre. Hay quien habla ya sin
reservas de un cambio de régimen político, amparándose acaso en la gran
incógnita que significa hasta cuándo podrá resistir la economía venezolana esta
situación.
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