lunes, 7 de enero de 2008

EL CARRO O CAMION DE VERGA

Un amigo, de nombrete indecible, ha regalado un carro de verga. Los hace, los confecciona él mismo. Lo ofreció y en vísperas de Epifanía apareció para restituir por momentos estampas del pasado o de la infancia en la misma fecha, cuando la imaginación y lo artesanal suplían otras carencias.
Con carros como aquellos, daba igual los juguetes más avanzados. Es más: entre las muchas o pocas cosas que dejaban, aquélla, el carro o camión de verga era el regalo por antonomasia, con el que te quedabas para jugar en el patio o la azotea, o ir a la plaza y lucirlo ante los amigos. Lo querías, vaya que sí. Y hasta te incomodabas cuando se zafaba alguna atadura y era complicada la reparación.
El regalo del amigo sirvió para contrastar el esmero de su elaboración. Los detalles, hasta la filigrana, sobresalen. Los mismos materiales utilizados son un compendio de aprovechamiento y reciclaje.
El carro de verga, antecedente de los coches de fricción y de los prototipos en miniatura radiocontrolados, habrá sido un entretenimiento para algunos pero también la ilusión hecha realidad en muchos niños y en muchos hogares isleños.
Cuentan que en la posguerra española, los años del hambre, el regalo de Reyes a los hijos mayores era una naranja, una bolsita de higos, unos calzoncillos o unos calcetines, todo logrado con sacrificios. Ya en los años sesenta, cuando las limitaciones empezaban a disminuir y los avances en la técnica también se medían con los juguetes, algunos de aquellos hijos pudieron hacer felices a las nuevas generaciones con los carros o camiones de verga, hechos con alambre y residuos o materiales de desecho.
A ellos, a cuantos han continuado la tradición, habrá que agradecerles no sólo la felicidad producida sino que hayan mantenido a lo largo de años de imparable e inagotable desarrollo tecnológico esa capacidad, ese quehacer imaginativo, pacienzudo y artesanal.
Un quehacer digno de admiración. Gracias, amigo.

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