Unas horas en Madrid. Frío, niebla, brisa antipática… Toda una invitación para quedarse en el hotel, algo distante del centro por cierto. No pudo ser el paseo por las rutas acostumbradas, aquellas para rememorar una etapa inolvidable de la vida profesional, mediados los años noventa, interrumpida por la aventura de la alcaldía.
Desde el interior de una cafetería, se ve cómo la gente corre bajo paraguas y salta charcos y evita chapoteos. Hay colas en las marquesinas y muchos se refugian bajo viseras o voladizos de tiendas y grandes almacenes. El territorio de los escaparates aparece despejado y no hay buhoneros.
La ciudad, la gran ciudad no se detiene. La empujan, un decir. Se nota en los atascos del tránsito rodado, en los autobuses repletos, en las prisas de peatones enfundados en abrigos o gabardinas.
Añoranzas de la capital, salpicadas con la noticia de la muerte de Angel González, escuchada en la voz del mismísimo presidente del Gobierno cuando saluda a los paisanos asturianos del poeta de la libertad y del compromiso.
Con esa triste noticia y con la lectura de En ausencia de Blanca, de Antonio Muñoz Molina, tan realista, tan atrayente que sus páginas van levantando auténtica pasión lectora.
El libro sirve para llenar las horas de espera en el inmenso y moderno terminal, acariciadas por el tibio sol de la tarde invernal, y para escapar del asedio televisivo donde se habla y pontifica sobre algún suceso en las islas.
Unas horas en Madrid, esta vez sin teatro ni una película de estreno. Pero allí estaban todos sus elementos de siempre, sus grandezas y sus miserias, sus convencionalismos, sus posibles e imposibles, todos los que, de vez en cuando, producen una natural añoranza.
miércoles, 16 de enero de 2008
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