Primero fue una moda que se hizo luego costumbre. Hasta que surgieron alternativas y la cosa empezó a palidecer hasta el punto de que prácticamente ha desaparecido.
Hablamos de Nochevieja, de la despedida del año y la bienvenida al nuevo en un Puerto de la Cruz que intenta ahora mismo superar, con resignada y pasiva voluntad, los efectos de la recesión económica y la pérdida de su liderazgo turístico.
En la segunda mitad de los años sesenta del pasado siglo, en plena eclosión, todavía en plena fase de construcción de algunos hoteles, la tarde-noche del 31 de diciembre era la genuina expresión del bullicio y de la diversión.
Algunos establecimientos marcaron la pauta. Ofrecían esa noche, a un precio muy salado todavía en pesetas, una cena de gala, acompañada -en algún caso- de orquesta y cotillón. Cuando no había orquesta, la música grabada era digna sustituta. Había que reservar plazas con cierta antelación pues la demanda alcanzó los máximos niveles. Los propios hoteles publicaban anuncios en los periódicos dando noticia de la celebración y de su contenido gastronómico.
La gala se respetaba, vaya que sí. Los hombres, de riguroso esmóquin. Las mujeres, con su traje largo y algunas pieles. Hablamos de los nativos, de los portuenses que esa noche hacían de turistas o de extranjeros. O se les trataba como tales. No era un desfile pero sí resultaba un placer, no exento de curiosidad, ver pasear a parejas y matrimonios rumbo a cualquiera de los establecimientos de Martiánez. Desde la avenida de Colón se podía contemplar el nivel de diversión de la fiesta. Se identificaba a las personas y hasta se las saludaba.
Hasta la década de los ochenta se mantuvo lo que terminó siendo una tradición, a la que se sumaba, por cierto, mucha gente de Santa Cruz de Tenerife y de otras localidades. Era la época de los 'maitres', de la brigada de eficientes camareros que servían de inmediato, del director del hotel vigilando todos los movimientos... Martiánez era un sector efervescente, pletórico de ambiente y diversión, enriquecido cuando los propietarios de los restaurantes descubrieron que también podían ofrecer suculentos menús y alguna atracción complementaria que luego, tras las doce uvas, dejaban paso a que los clientes tomaran otros rumbos, se marcharan donde quisieran, a beber y a bailar, a ligar y a comportarse con el desenfado que no abundaba en otras noches del año. No había distingos de edades, es más, no era extraño que coincidieran parejas digamos maduras con otras mucho más jóvenes.
Se iban a las 'boites' y salas de fiesta, por ejemplo, que también programaban 'cotillones' y fijaban precios según las horas y según se llenara el aforo del local. La diversión se prolongaba durante la madrugada. La cuestión era resistir, ver amanecer. Si era posible, llegar al muelle o algún bar que estuviera abierto para desayunar. Era la búsqueda del chocolate y churros, no siempre fructífera a la vista de la cantidad de clientes que la practicaban.
Hasta que surgieron las alternativas. Por ejemplo, las celebraciones en locales juveniles, en los pocos que había. Novios que se las ingeniaban preparando una cena digna, en la que no faltara nada. Para que la música no se apagara, se turnaban algunos asistentes en las tareas de 'disc-jockey'. La fórmula se hizo válida para algunas reuniones familiares en chalés o estancias de viviendas espaciosas. Allí se aguardaba a las campanadas televisadas, a las uvas de la suerte, a los primeros besos del año.
Y otro ejemplo que aún perdura: las fiestas populares, los bailes masificados, en calles cerradas al tráfico o recintos públicos. Ni el parque San Francisco se libró de estas celebraciones. Miles de personas escogieron durante años cualquiera de las convocatorias del Puerto de la Cruz. Una o dos orquestas que desafiaban al frío nocturnal mientras la gente bailaba... o saltaba y brincaba, que esa noche, todo era posible.
Apenas un alto para las uvas y para mirar al cielo donde tronaban y estallaban los fuegos de artificio. Alguien amplificaba el sonido de las campanas para que la cosa tuviera todo el sabor de una despedida alegre y bullanguera. Un año, esa despedida televisada se hizo desde la plaza de la Iglesia o desde la Peña de Francia pero llovió torrencialmente y quedó deslucida, aunque quienes desafiaron las inclemencias cuentan que fue una experiencia inolvidable.
Ya en los noventa, los jóvenes quisieron dar un toque singular y muy específico y desde la península importaron el modelo festivo en garajes, cines o locales semiabandonados. Los promotores creían hacer negocio. Pero un desgraciado accidente endureció la normativa de exigencias de seguridad y las dificultades hicieron desistir.
Con el 'botellón' en pleno desarrollo, y mientras el frío o la lluvia no causaran deserciones, los jóvenes se buscaron la vida en la calle, muy al estilo de lo que practican a lo largo del años, si acaso con la diferencia de ir mejor vestidos.
A las 9 de la mañana del 1 de enero, cuando buena parte del músculo dormía, cuando muchos cumplían con el ritual cotidiano como si no hubiera caído la hoja del almanaque, los resistentes, los rezagados o los que aún tenían ánimos y ganas para seguir, eran vistos en los aldeaños del muelle, en los alrededores de la parada de taxis mudada para la ocasión y en las cercanías de la estación de guaguas y calle adyacentes. Unos graciosos y otros pretendiendo serlo. Unos, aún con un vaso en la mano; otros, con el último cigarrillo y los menos afectados por los efluvios, intentando convencer de que aquéllo terminó y había que retirarse.
Era la tarde-noche -añadamos madrugada- del gran escenario del cosmopolitismo, de la ambientación que era sanamente envidiada.
Hasta llegar a nuestros días, cuando los hoteles ya no publican anuncios de cenas de Nochevieja, cuando los restaurantes hacen cuentas antes de ofrecer un menú extra y cuando se prefiere el calor de hogar para comentar las estupideces de las ofertas de los programas televisados -campanadas incluidas-, mientras los más jóvenes se afanan para divertirse gastando lo imprescindible.
Puerto de ayer, Puerto de hoy. Costumbrismo festivo al margen, cuánta incertidumbre te domina.
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