lunes, 21 de diciembre de 2009

CELEBRACIONES NAVIDEÑAS DE ENTONCES

Allá por los años sesenta del pasado siglo, las celebraciones navideñas en la ciudad tenían mucho de familiaridad hasta que la eclosión del turismo cambió usos y hábitos.

En la tarde-noche del 24 de diciembre, el Puerto adquiría un encanto natural de quietud. Como por ensalmo, desaparecía el bullicio callejero. Los cines, Topham y Olimpia, que eran un reclamo, con sus cuadros y carteles exteriores, estaban cerrados. Todo lo más, ofrecían sólo la primera sesión. Era la primera señal clara de aquel encanto. La otra, la otra gran señal, era el cierre del bar “Dinámico”, con lo que esa médula espinal que era y es la plaza del Charco, no funcionaba, permanecía a oscuras.

En los barrios del municipio, entonces lejanos para muchas personas, transpiraba también la inactividad. Y en Martiánez, donde el desarrollo turístico avanzaba y se consolidaba, sólo los comedores de hoteles visibles desde el exterior reflejaban el clima de la celebración.

Las familias portuenses vivían la celebración navideña muy en la intimidad. Era la ocasión propicia para una reunión de todos o casi todos los miembros que no se registraba a lo largo del año. Las abuelas y las madres hacían de comer: era un menú especial el de esa noche. Ese caldo, ese cabrito, ese conejo, esos dulces y pasteles artesanales… Todavía no habían llegado ni se conocían otros productos que terminarían caracterizando el contenido gastronómico de esa noche.

Hasta en las casas más modestas o más humildes había exquisiteces. El esmero de los preparativos, el nerviosismo de los menores. Calderos humeantes, aromas sugerentes, el vino de la tierra recién estrenado… Se escuchaba, en algunos domicilios, la música procedente de algún tocadiscos. Calor de hogar.

Un calor de alguna forma transmitido desde fechas anteriores por los grupos de personas que, más o menos bien abrigadas -entonces se sentía el frío más intensamente-, recorrían las calles cantando villancicos. “Ahí viene Lo Divino”, se decía en seguida cuando empezaban a escucharse las voces y los acordes.


También, durante los días anteriores, las señales de la ambientación navideña eran localizadas por los guardias municipales -entonces se les llamaba así- que ordenaban y distribuían el tráfico en algunas intersecciones, como las de las calles La Hoya-Zamora o en La Marina-Plaza del Charco, San Felipe y también en la Punta de la carretera. Subidos sobre una plataforma, hacían sonar un silbato y movían los brazos indicando direcciones mientras la gente se acercaba y depositaba en la base de la plataforma una botella o una vianda.

Era otro peculiar aguinaldo, el que también lucían, a su modo, los trabajadores que percibían la paga extra.

Las celebraciones se completaban con una especie de ritual que era asistir a la “misa del gallo”. Los mayores inculcaban esta costumbre. Grupos de personas, familias enteras transitaban hacia la Peña de Francia, siempre abarrotada. Muchos quedaban fuera y seguían instintivamente el oficio religioso.

Mientras tanto, grupos de jóvenes se concentraban en la plaza del Charco falta de la iluminación del “Dinámico”. No importaba: abrazados, daban vueltas a la plaza cantando durante un par de horas. Algunos ya fumaban, otros aprovechaban la salida para estar un rato con la primera novia y otros se habían hecho con una botella de sidra que compartían a morro entre canción y canción. Y venga vueltas a la plaza. Desde los balcones o ventanas de las viviendas cercanas se les saludaba o decía adiós entre gestos y susurros de las personas mayores que ya hablaban –fijarse bien- de “esta juventud perdida”.

Al día siguiente, volver a empezar, envueltos, eso sí, en el ambiente festivo que pasaba por contar el menú de casa y la celebración particular. Algunos no podían disimular los efectos de los excesos. Era, para muchos, su primera resaca. Si amanecía soleado y despejado, el muelle y sus alrededores eran el punto de concentración para divisar y admirar el Teide nevado.

En horas del mediodía, retorno a la normalidad para degustar las sobras, lo que más apetecía era el caldo. El saludo de algún pariente que hacía la visita formal. El brindis.

Navidades de los sesenta. Sobre todo, eso, calor de hogar.

1 comentario:

Salvador García Llanos dijo...

De: Toñi Pérez
Entrañables tus recuerdos de esa Navidad de la infancia... Entrañablemente hermosa es también su narración que de algún modo logra que trascienda las palabras ese calor del que hablas para llegar directo al corazón de tus lectores.

Muchas gracias por ese trocito de Navidad que nos has regalado.

¡Feliz Navidad, Salvador!