Tienen que ser tremendas, inimaginables, las presiones del
sector privado para que el Gobierno haya dispuesto -mejor será decir: impuesto-
el copago sanitario a los enfermos crónicos. Si hemos expuesto el rechazo a la
utilización de la salud o de la asistencia sanitaria como un negocio,
consecuentemente hemos de decir que esta medida (entrará en vigor el próximo 1
de octubre) solo inspira una tajante reprobación.
Con razón,
el ejecutivo y el partido que lo sustenta han tenido que escuchar y leer a lo
largo de estos días acerbas críticas: se habla de crueldad, de insensibilidad,
de castigo, de inhumanidad y de ensañamiento. Puede que solo sea el pico del
iceberg, que habrá cosas y reacciones más graves. Algunos estarán viendo la luz
en el túnel y vanagloriándose de que ya ha pasado lo peor -bienaventurados los
que se beneficien- pero estudiantes aspirantes a beca, pensionistas y enfermos
crónicos graves, tres colectivos sociales sobre los que ha recaído en una misma
semana, la descarga gubernamental más ideologizada que se recuerda seguro que
no ha sentado nada bien.
Sin querer
añadir tintes alarmistas, sin cebarse en los quebrantos de salud, de por sí en
muchos casos pesada carga de sufrimientos, el Gobierno supedita la
supervivencia al empleo del dinero. Es terrible lo que acabamos de escribir
pero es verdad. Triste verdad. Hay, en esa prolija casuística, un cruce entre
la vida y la muerte que solo se supera si se dispone de recursos pecuniarios.
Entonces, la salud y la vida tienen un precio. Terrible. Difícilmente podíamos
imaginar que esta sería la España del siglo XXI.
Seguro que
leeremos testimonios e imágenes de dirigentes del partido gubernamental
insistiendo en que no habría copago sanitario. Se acumularon durante la campaña
electoral. Pero ni siquiera un nuevo incumplimiento programático interesa mucho
cuando hablamos de tratamientos de enfermedades por los que hay que pagar
obligatoriamente. Ni las reservas, próximas al ocultismo, con que la medida ha
sido anticipada.
Lo que importa de verdad es que algunos
de esos tratamientos conllevan, como se sabe, más de un fármaco. Con la fórmula
impuesta por el Gobierno, ¿podrán los crónicos (enfermedades graves o de larga
duración) o sus familiares afrontar el gasto sobrevenido? Que nadie se extrañe
pues de críticas que señalan crueldad o falta de humanidad.
La desazón
tiene que ser evidente. La vulnerabilidad se acentúa. Más gastos, una carga
económica difícil de sobrellevar, aunque se diga que el copago tiene un coste
limitado. Lo cierto es que estamos ante una barrera, una más, que produce una
clara desigualdad entre la ciudadanía. Que los afectados tengan que pagar sus
tratamientos es la traducción del objetivo nunca explicitado de una fórmula como
el copago. Y pensar que algunos defensores hablaron y siguen hablando de sus
bondades para lograr un uso racional del medicamento en este país.
Queremos
pensar que en el Gobierno son conscientes de la impopularidad de la medida. Le
toca escoger: entre satisfacer las presiones del sector privado y la
supervivencia de los enfermos crónicos. Casi nada.
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