El Gobierno -el ministro Wert,
sobre todo- tiene que ser consciente de lo que se avecina con la Ley Orgánica
para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE). Primero, porque los
representantes de la Plataforma Estatal por la Escuela Pública registraron días
pasados, en la sede de la Presidencia del Gobierno, un millón de firmas de
ciudadanos que no sólo se oponen a la norma y al modelo sino que piden frenar
los recortes, modificar el real-decreto sobre becas y recuperar la inversión en
educación. Y segundo, porque esta misma semana se enfrenta a una huelga general
del sector que, previsiblemente, podrá en estado de ebullición el malestar de
la comunidad educativa en la presente legislatura.
Ya recibió un aviso el ejecutivo cuando la LOMCE fue aprobada en
las Cortes sin otro apoyo que el de la mayoría parlamentaria popular. Algo
tendrá la norma cuando concentró el máximo consenso en contra. Los grupos
parlamentarios, por cierto, llegaron a escenificar el compromiso de que la Ley
será modificada en cuanto el Partido Popular salga derrotado de las urnas o
pierda la mayoría cuyo abuso ha merecido la calificación de absolutista. Pero
es que, además de las representaciones políticas, son la práctica totalidad de
la comunidad educativa y todas las asociaciones y confederaciones de padres y
alumnos, las que se han sumado a la expresión de disconformidad con la nueva
Ley, acaso excesivamente ideologizada, con tendencias claramente segregadoras y
que establece unas barreras económicas que determinan que la educación de
calidad sea para el que pueda abonarla. La dificultad para el acceso de todos a
los estudios universitarios es otro de los aspectos más criticados de la
reforma educativa.
“Mi confianza en la Ley es limitada”, llegó a decir el ministro
Wert una vez aprobada. Ello da idea de los negros nubarrones que sabe se
ciernen sobre el futuro, tras una reducción en los Presupuestos Generales del
Estado superior a los cinco mil millones de euros desde que gobierna el Partido
Popular y después de que se haya producido un recorte de treinta mil profesores
en la enseñanza pública. Hasta la Federación de Sindicatos Independientes de
Enseñanza (FSIE), mayoritaria en el ámbito de la educación privada concertada,
ha hecho coincidir su disconformidad con la celebración de la huelga.
Para quienes han llevado la simbólica consulta y convocan el paro
del próximo jueves en toda España, el objetivo del Gobierno y del ministro es
“acabar con la educación pública”. Cabe esperar que la respuesta no esté
supeditada a los titulares de prensa y tratamientos audiovisuales que intenten
minimizar, con cifras contradictorias sobre todo, el impacto de la
participación.
La respuesta debería haber venido de una mayor voluntad de
consenso y diálogo por parte de sus promotores. El Gobierno, según los
testimonios que se acumulan, no ha estado por la labor. Y claro, una Ley que
nace de espaldas a la comunidad educativa, sin respaldo de sus operadores ni de
sus organizaciones representativas, tiene un futuro muy incierto.
En eso parece acertar Wert: vale que una Ley no resuelva todos
los problemas educativos, pero que aparezca lastrada por empecinamientos
propios ya condiciona la confianza.
Y así, desde luego, no se avanza.
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