Agonía de la Universidad
Popular Municipal ‘Francisco Afonso’ del Puerto de la Cruz. Lenta y fatídica
agonía que se alarga en silencio, con olor a indolencia y sin protestas ni
lamentos. E igual los llantos, si los hay, son sin lágrimas. La UPM no tiene
quien la socorra.
Ya se han producido los primeros despidos de monitores o
profesores. Y el cuadro subsiguiente es desgarrador: ni una mísera nota de
prensa ni una escueta manifestación en defensa de los puestos de trabajo. Puede
que ni un agradecimiento por los servicios prestados. Hasta parece cercenado el
derecho al pataleo. Por lo que cabe preguntarse: ¿dónde la reivindicación,
dónde la solidaridad? Ni los herederos de los promotores hacen una declaración
postrera, siquiera de lamento. A los ejecutores, más o menos encantados, casi
no hace falta asirse al clavo de medidas restrictivas sustanciadas en normativas
que conducen a un cada vez más visible deseo de querer acabar con todo: pasan
de rositas.
Y en medio del proceso agónico, es llamativo -podría
escribirse que hasta normal- que no haya una escueta información sobre si se
suspenden clases o si es factible la restitución de los derechos de inscripción
en cursos o materias que no van a tener continuación. Resulta una falta de
consideración hacia los usuarios y hacia el profesorado mismo.
La UPM portuense parece condenada a su desaparición. Desde
hace algún tiempo hemos mostrado nuestro pesimismo. La habían puesto proa al
marisco. Y a pesar de los llamamientos y de esporádicas reuniones que no fueron
más que un parche a la desidia extendida para justificar algo ante la opinión
pública, el rumbo ya era invariable.
Y así sufrirá la ciudad otra pérdida, una más en esa
colección de iniciativas y realizaciones que han ido nutriendo su historia para
terminar agotándose. Miren que es costosa la continuidad en el Puerto de la
Cruz, principalmente de todo aquello que tenga que ver con la cultura, la
formación y la participación social. La UPM, que nació precisamente cuando se
amasaban las ilusiones democráticas, surgió con vocación de impulsar el
conocimiento, de complementar la formación reglada, de abordar campos del saber
y de la cultura que forjaran generaciones de portuenses y los capacitasen para
acometer el momento histórico que se vivía. A principios de los ochenta, la
ciudad necesitaba de un impulso. Y así surgían grupos musicales y teatrales. Y
se experimentaba con cursos y materias que hasta podrían reconducir una
vocación o un medio de vida. Ese edificio de la calle Mazaroco, con sus aulas,
estancias y talleres, llegó a efervescer, con un ambiente educativo o académico
que merecía ser cultivado. Hoy, el silencio y la quietud que predominan son la
certificación de una lenta y silenciosa agonía, el escenario de la
desmoralización. Y sin objeciones, como aguardando la expresión que nunca
hubiéramos querido escribir: el último, que apague la luz.
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