Los ciudadanos del norte de Tenerife, especialmente los del Puerto de la Cruz, experimentaron ayer tarde-noche, casi con exactitud de almanaque, lo que se vivió un 24 de noviembre de 1968, cuando lluvias torrenciales que se prolongaron durante toda una noche hicieron que corrieran los barrancos. Se registró una víctima mortal y los daños en infraestructuras, viviendas, instalaciones y terrenos de cultivo fueron tan extraordinarios hasta el punto de que nunca hubo una evaluación exacta.
La que sigue es una crónica retrospectiva de aquella jornada de verdadero impacto en la sociedad tinerfeña de entonces y que dejó visibles secuelas durante mucho tiempo. Las actualizaciones de esta entrada en este blog, aparecida en noviembre del pasado año, son mínimas.
-¡Está corriendo el barranco!
Recuerdo perfectamente que estábamos en el porche del colegio esperando al siempre ponderado Alfonso Trujillo Rodríguez para recibir nuestra clase de griego. Llovía intensamente. El profesor orotavense, en lo que no era habitual, se retrasaba. Hasta que apareció conduciendo su Volkswagen beis, modelo escarabajo. Cuando descendió, con sus sempiternas gafas negras, enfundado en una gabardina y protegiéndose con un paraguas, exclamó:
-¡Está corriendo el barranco! Lo he visto desde la carretera. Era imponente.
Los pocos alumnos que habíamos acudido a clase nos enteramos por él. El agua caída durante toda la madrugada había producido la escorrentía, un fenómeno natural que siempre llamaba la atención y despertaba incertidumbre e inquietud en la población.
Cuando terminó la clase, habían llegado otros profesores y alumnos que confirmaban la crecida del barranco en proporciones poco menos que desconocidas. De inmediato se dijo que, a la vista de la escasa asistencia, lo procedente era suspender las clases. El profesor Trujillo seguía hacia la Villa y ofreció su coche para desplazarnos hacia la zona de las barriadas. Fuimos, en efecto, dos o tres compañeros. Al llegar a las inmediaciones del cauce, el ruido era atronador, estruendoso, y la corriente, de color negro, era avasalladora. Una imagen irrepetible. Para recordar toda la vida.
Se cumplen cuarenta años y un años del aluvión de noviembre de 1968 que azotó el norte de Tenerife, el valle de La Orotava, para ser concretos. El aluvión que produjo una crecida sin igual del barranco San Felipe y unos daños humanos y materiales considerables.
Fue un suceso extraordinario. Para los niños y los jóvenes de la época, muy impactante. Estuvo lloviendo sin cesar durante horas. Cundió la alarma. Los habitantes de los bloques de viviendas San Felipe y Carlos Arias -popularmente conocidas por las barriadas- estaban en la calle, algunos de ellos, con unos pocos enseres. La fuerza del barranco arrastraba cuanto se encontraba su paso. Acabó con una vía de reciente construcción (Blas Pérez González) y destruyó parte de las viviendas más próximas.
Al mediodía, la lluvia había remitido pero la zozobra y el disgusto eran palpables.
-¡Hay un cuerpo sin cabeza en el salto del barranco!-, exclamó alguien con evidente alteración.
Y hacia el lugar fuimos unos cuantos. En efecto, un cuerpo humano al que faltaba su cabeza, yacía en un lateral, había quedado atrapado entre las piedras y un montón de maderas. El gentío se agolpó en la carretera de Las Arenas. Los guardias civiles y los municipales, alguno sin gabardina, se esforzaban en la distribución del tráfico y en impedir que los curiosos traspasaran las líneas de seguridad establecidas. La carretera de Las Dehesas quedó cortada. Se supone que un juez ordenó el levantamiento del cadáver decapitado. Los propios guardias y algún voluntario, ayudados de unas mantas, lograron rescatarlo. Se trataba de un vecino de Los Realejos.
El suceso empezó a adquirir su auténtica dimensión a medida que avanzaban las horas. El periódico "La Tarde" publicó una crónica de Luis Castañeda titulada "Impresiones de una angustiosa noche de vísperas", actualizada al día siguiente y reproducida años después en la desaparecida "Revista Local" que editaba el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz. Resultaba impresionante el relato de Castañeda: una denuncia en toda regla, impregnada de atinada literatura descriptiva.
En los alrededores de las barriadas había compañeros y compañeras de clase, algunos cuidando bolsas de ropa que habían logrado sacar de sus casas amenazadas por la furia del barranco. Después, volvimos a verles en su alojamiento provisional del empaquetado de Yeoward, actuales dependencias del Ayuntamiento. Hubo otros improvisados albergues.
Alguna fuente señaló que al menos cuarenta viviendas se habían visto afectadas. También se dijo que el campo de fútbol de La Vera había quedado completamente destrozado. Y que los pastores habían perdido muchos animales. Los periódicos de fechas posteriores, muy demandados, fueron dando cuenta del alcance del aluvión. La corta depresión asfaltada que servía de enlace para el camino a Punta Brava desapareció. Las playas de las cercanías eran un montón de desechos. El agua del mar estuvo varios días ensombrecida.
El pleno del Ayuntamiento se reunió días después, el 4 de diciembre, en sesión extraordinaria. Era alcalde Felipe Machado del Hoyo. El pleno analizó y evaluó lo ocurrido. El acta de la sesión recoge que siete viviendas quedaron literalmente desaparecidas. Las obras de encauzamiento se vieron notablemente destruidas, de modo que el "Ministerio de Obras Públicas ha tomado ya las medidas urgentes que el caso requiere para reponer los fuertes del barranco que han desaparecido y garantizar las propiedades públicas y privadas de sus riberas ante futuras crecidas". Los suministros del servicio eléctrico y de abastecimiento de aguas se vieron también interrumpidos, hasta el punto de que, durante unos días, fue necesario atender a los damnificados con una o dos cubas.
El alcalde anunció en ese pleno que desde Madrid había recibido noticias de que saldrían de inmediato a subasta 222 viviendas programadas para el municipio y que las Mutualidades Laborales de Santa Cruz de Tenerife habían ofrecido una aportación a fondo perdido de quinientas mil pesetas, destinadas a los mutualistas siniestrados que habían perdido enseres y mobiliario.
Están a punto de cumplirse cuarenta y un años de aquel fenómeno natural que es recordado por los supervivientes -y no es exagerado el término- de forma muy singular. Historias y situaciones personales caracterizadas por la inquietud, la incertidumbre y el dolor. Y nadie se olvida del estruendo ni del torrente de color negro.
-¡Está corriendo el barranco!
Ayer, casi con exactitud de almanaque, mucha gente supo lo que eso significa. Y la historia se repetía.
1 comentario:
Ayer lunes 16 de noviembre, a eso de las 5 de la tarde, oigo sonar el teléfono, es mi madre que muy nerviosa me dice -¡está corriendo el barranco!-, sonreí al principio porque siempre que llueve mucho nos advierte a mis hermanos y a mi que si vamos a su casa no pasemos por el barranco, ella vive en la Calle Nueva. Y es que después de la tragedia de 1968 en la que la escorrentía del barranco de San Felipe se llevó nuestra casa, en “la explanada” del Camino Cordobés, las lluvias fuertes le producen ansiedad y nerviosismo.
Pero esta vez su miedo no era infundado. Mi sonrisa se diluyó en un segundo, era verdad, estaba corriendo el barranco.
Vivo en La Asomada, a 50 metros del dichoso barranco, bastante lejos para que ocurra nada, pero tengo amigos que viven al borde del cauce, además de los conocidos del barrio. No puedo describir claramente mis sentimientos en ese momento, era una mezcla de nerviosismo, ansiedad, desesperación. Se repetía la misma historia.
Precisamente a las 3 de la tarde había recogido a mi hijo de la guardería que está en el cruce del Camino Cordobés y La Asomada, al borde del barranco. Estaba lloviendo mucho a esa hora pero no pasaba ni gota de agua por el cauce. Quien iba a decir que apenas unas horas más tarde el agua se llevaría varios vehículos de los vecinos que allí estaban aparcados.
Después de la llamada que me alertaba, tenía la imperante necesidad de acercarme para verlo por mi mismo. Como estaba en casa, solo con los niños, la ansiedad se apoderaba de mí. Cuando llegó mi mujer y se hizo cargo de ellos no pude resistir más y me acerqué a ver si podía ayudar en algo y ver correr al "todo poderoso" y no exagero, que respeto le tengo, la verdad.
Aunque el caudal ya había descendido seguía siendo para mi impresionante. Estaba allí, de pié junto al cauce, detrás de las vallas que había colocado la policía. Miraba al barranco y parecía que tenía vida propia, con ese ruido que jamás olvidaré. Por mi cabeza pasaban todos los recuerdos que mis padres me iban contando de aquel fatídico 24 de noviembre de 1968 en el que lo perdimos todo. Mi cuerpo temblaba y no era de frío la verdad.
Lo peor ya había pasado y no había daños personales al parecer. Ninguna casa que estuviera muy afecta, al menos en la zona. Solo los vehículos habían sufrido daños y saber eso ya era un alivio.
Parece que todo vuelve un poco a la calma pero espero y deseo que la historia no se repita.
Jesús Benavides.
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