A última hora de la tarde de ayer se conocieron las primeras cifras de víctimas que dejan a cualquiera estupefacto: entre cuarenta y cinco y cincuenta mil víctimas. Con unos amigos empezamos a rebuscar en la memoria a ver qué tragedia se había cobrado de golpe tantas vidas, que serán más, seguro. Luego vimos en un digital venezolano las imágenes de un videoaficionado captadas en el mismo momento del seismo y todos callamos temblando a nuestra manera. Era sobrecogedor.
Los informativos y los periódicos se llenan de una Haití destrozada. Qué menos que unas líneas de solidaridad con ese pueblo maltrecho. Qué menos que una mirada transida de dolor, de frustración, de impotencia, de horror... Ni ganas de leer informaciones que convergen en testimonios sacudidos aún por la más horrible de las experiencias: la Naturaleza rugió y de qué manera.
Y ahora están en la fase de encontrar supervivientes y atender a los más necesitados. El caos, por lo visto, hace aún más difícil la llegada y la distribución de la ayuda internacional. Los damnificados claman. Qué menos. Y qué paradojas: encontrar y rescatar personas que se lamentan bajo los escombros, que aún tienen vida pero que sentirán cómo se apaga entre tanto caos. Y asistir a centenares, a miles de personas que jamás olvidarán este suceso, que darán gracias a Dios por seguir respirando. Paradojas, sí: eso, en uno de los países más pobres del Universo y encima, de los más castigados.
En los titulares de las informaciones, por cierto, una coincidencia: olor a muerte. Debe ser terrible.
Qué tragedia, Señor, qué tragedia.
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