En medio de ese caos que salpica al Partido Popular (PP) con el nombre de Gürtel, flota un planteamiento que uno se resiste a dar por válido: pese a los escándalos y pese a que la corrupción se pruebe judicialmente, eso no influye en las encuestas ni en las tendencias de voto, que siguen favoreciendo a la formación conservadora. Es como consagrar que a la derecha todas estas cosas se le perdonan, como si tuviera patente de corso para seguir aprovechándose de lo público, aunque sea delinquiendo, que ya veremos cómo y cuando lo determine la justicia.
Pues no. Por mucho que se empeñen algunos en resaltar ese hecho como natural y por mucho que algunos dirigentes lo utilicen como recurso eficaz en la estrategia defensiva, nos parece que eso es un insulto a los propios simpatizantes y votantes del PP, al menos a aquellos que aspiran a un ejercicio noble y limpio de la política. Nadie, en su sano juicio, puede estar de acuerdo con esos métodos, por muchos antecedentes impunes que haya. Pero no caben la resignación y el dejar hacer: es mucho lo que está en juego. Y si se dan por buenas desde la voluntad popular ciertas conductas, mucho nos tememos (¿Italia?) que los males sean irreversibles.
Cierto que la ciudadanía o los electorados en general siempre fueron más exigentes con la izquierda a la hora de tratar estos asuntos, hasta castigar o pasar factura en la siguiente consulta electoral. Da igual que ciertos tratamientos mediáticos lo aireen, con desigual valentía, pues ello sólo viene a probar las diferencias que alimentan esas exigencias.
Lo que no es de recibo, en la cuestión de fondo, es que mirar de perfil la envergadura de estos problemas, o aguardar que escampe tras la tormenta, es decir, no producir una respuesta política adecuada a los casos de presumible corrupción política en la propia casa, sea la táctica aplicable. Todo eso envilece la alternativa de poder que los populares quieren configurar o representar; y lo que es peor, merma su propia credibilidad -por muy condescendientes que sean sus electores-, con la agravante de su incidencia en el funcionamiento del sistema democrático, entre cuyos pilares están los partidos políticos. Si éstos no dan ejemplos claros y tangibles de que esa vía está prohibidísima, mediante una actuación ejemplar, la democracia se resiente. No digamos la confianza de los ciudadanos cuyo desapego y cuyos recelos hacia la política en general crecen a medida que se destapan casos como los que comentamos.
Tolerancia cero ante la corrupción. Lo asumimos todos, ¿de acuerdo? No puede ser de otra forma. Pero hay que practicarlo. De momento, aquel código ético aprobado por el PP hace pocos meses ya duerme el sueño de los justos. Es como si se hubiera visto desbordado por el mismo volumen de los cincuenta mil folios conocidos del sumario.
Ahora, cuando tiene que demostrarse la madurez o la solidez de una organización política, el problema no es buscar una, dos o un par de docenas de chivos expiatorios o cabezas de turco: el todo es determinar el alcance de las responsabilidades políticas en un partido que es supuesta alternativa y que ya tiene experiencia gubernamental, aunque desde que fue desalojado del poder viene cometiendo errores que se van tornando muy perjudiciales.
Demasiadas irregularidades, varias comunidades, los tentáculos de una trama cada vez más extendidos: cuando esa derecha se pone, sólo la detiene el propio monstruo que ha creado. Y que quede claro: no es que toda la derecha sea corrupta; es más, hay mucha gente decente en ese lado de la política y en el Partido Popular. Hay personas que se han esmerado por fortalecer la democracia y seguro que andan muy dolidas por todo lo que está pasando y por la propia incapacidad de la dirección para atajar estos males y estas crisis.
Pero ese PP que sucedió a los gobiernos de Felipe González, que aparecía en la escena social como la alternativa, agitando la bandera de la regeneración, de la decencia en política, se ve ahora salpicado y concernido. La democracia, una vez más, tendrá que idear y aplicar mecanismos para salir airosa de estas turbaciones.
Desde luego, ese de que no importa que unos cuantos de la derecha hagan negocio con lo público y se aprovechen pues a la gente le da igual; ese pensamiento resignado y conformista, en el fondo, bases de una cultura, ese no. Tiene que molestar a la propia derecha.
Pues no. Por mucho que se empeñen algunos en resaltar ese hecho como natural y por mucho que algunos dirigentes lo utilicen como recurso eficaz en la estrategia defensiva, nos parece que eso es un insulto a los propios simpatizantes y votantes del PP, al menos a aquellos que aspiran a un ejercicio noble y limpio de la política. Nadie, en su sano juicio, puede estar de acuerdo con esos métodos, por muchos antecedentes impunes que haya. Pero no caben la resignación y el dejar hacer: es mucho lo que está en juego. Y si se dan por buenas desde la voluntad popular ciertas conductas, mucho nos tememos (¿Italia?) que los males sean irreversibles.
Cierto que la ciudadanía o los electorados en general siempre fueron más exigentes con la izquierda a la hora de tratar estos asuntos, hasta castigar o pasar factura en la siguiente consulta electoral. Da igual que ciertos tratamientos mediáticos lo aireen, con desigual valentía, pues ello sólo viene a probar las diferencias que alimentan esas exigencias.
Lo que no es de recibo, en la cuestión de fondo, es que mirar de perfil la envergadura de estos problemas, o aguardar que escampe tras la tormenta, es decir, no producir una respuesta política adecuada a los casos de presumible corrupción política en la propia casa, sea la táctica aplicable. Todo eso envilece la alternativa de poder que los populares quieren configurar o representar; y lo que es peor, merma su propia credibilidad -por muy condescendientes que sean sus electores-, con la agravante de su incidencia en el funcionamiento del sistema democrático, entre cuyos pilares están los partidos políticos. Si éstos no dan ejemplos claros y tangibles de que esa vía está prohibidísima, mediante una actuación ejemplar, la democracia se resiente. No digamos la confianza de los ciudadanos cuyo desapego y cuyos recelos hacia la política en general crecen a medida que se destapan casos como los que comentamos.
Tolerancia cero ante la corrupción. Lo asumimos todos, ¿de acuerdo? No puede ser de otra forma. Pero hay que practicarlo. De momento, aquel código ético aprobado por el PP hace pocos meses ya duerme el sueño de los justos. Es como si se hubiera visto desbordado por el mismo volumen de los cincuenta mil folios conocidos del sumario.
Ahora, cuando tiene que demostrarse la madurez o la solidez de una organización política, el problema no es buscar una, dos o un par de docenas de chivos expiatorios o cabezas de turco: el todo es determinar el alcance de las responsabilidades políticas en un partido que es supuesta alternativa y que ya tiene experiencia gubernamental, aunque desde que fue desalojado del poder viene cometiendo errores que se van tornando muy perjudiciales.
Demasiadas irregularidades, varias comunidades, los tentáculos de una trama cada vez más extendidos: cuando esa derecha se pone, sólo la detiene el propio monstruo que ha creado. Y que quede claro: no es que toda la derecha sea corrupta; es más, hay mucha gente decente en ese lado de la política y en el Partido Popular. Hay personas que se han esmerado por fortalecer la democracia y seguro que andan muy dolidas por todo lo que está pasando y por la propia incapacidad de la dirección para atajar estos males y estas crisis.
Pero ese PP que sucedió a los gobiernos de Felipe González, que aparecía en la escena social como la alternativa, agitando la bandera de la regeneración, de la decencia en política, se ve ahora salpicado y concernido. La democracia, una vez más, tendrá que idear y aplicar mecanismos para salir airosa de estas turbaciones.
Desde luego, ese de que no importa que unos cuantos de la derecha hagan negocio con lo público y se aprovechen pues a la gente le da igual; ese pensamiento resignado y conformista, en el fondo, bases de una cultura, ese no. Tiene que molestar a la propia derecha.
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