Se ha ido una de las figuras españolas más relevantes en el panorama internacional. Un hombre del deporte, aunque inevitablemente hay que vincularlo también a la política. Dicen que llegó a concentrar mucho poder y que su capacidad decisoria era ciertamente relevante.
Juan Antonio Samaranch. Le conocimos mediados los años noventa en una de las salas de autoridades del aeropuerto de Barajas. Entonces reveló que había deportistas canarios con mucho futuro. Pero que tenían que superarse a sí mismos. Cuando pudo, disfrutó de breves estancias de descanso en Tenerife.
Samaranch fue presidente del Comité Olímpico Internacional (CIO) durante más de dos décadas. Su ejercicio fue impecable, universalmente reconocido. El padre del olimpismo moderno, el señor de los anillos, han sido definiciones periodísticas de las últimas fechas. Fue quien unió a los países y les hizo ver la inutilidad de los boicoteos a los Juegos Olímpicos, una de las pocas convocatorias en las que el diálogo entre civilizaciones se hace pálpito de noble competencia.
Flemático, ponderado, prudente, firme en sus convicciones. Todo el perfil de un dirigente de altura, de un hombre que se ganó el respeto del deporte universal y que prestó servicios -el CIO le hizo presidente de honor- hasta el último momento, hasta intentar que Madrid fuese villa olímpica.
Entonces, Samaranch ha sido el dirigente deportivo por antonomasia. Había sido delegado nacional de Educación Física y Deportes y presidente del Comité Olímpico Español. En los primeros años de la democracia fue nombrado embajador de España en Moscú, cargo al que renunció para dedicarse de lleno al olimpismo internacional.
Falleció después de otra alegría, el triunfo de Nadal en Montecarlo. Los testimonios de deportistas, de técnicos y de directivos, de políticos de distinto signo, evidencian, sobre todo, el respeto que se ganó en los grandes foros del deporte mundial, especialmente del olímpico.
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