lunes, 29 de septiembre de 2014

LA RECTITUD DE TOMÁS GARCÍA PADRÓN

Una reflexión del filósofo griego Platón sirve para ilustrar la memoria que conservamos de Tomás García Padrón. Dice: “El cuerpo humano es el carruaje. El yo, el hombre que lo conduce. El pensamiento son las riendas. Y los sentimientos, los caballos”.
      Éramos niños cuando nos conocimos. En la escuela de mi abuela, donde aprendió a leer y escribir. Donde entendió lo que era el respeto a los mayores y la tolerancia de los criterios. Ahí fue modelando el carruaje. Modesto y todo lo limitado que se quiera, pero que él habría de conducir con la responsabilidad de quien, en el seno de una familia unida y compenetrada, se sabía llamado a fortalecerla.
      Tomás lo hizo, desde niño. Cruzando caminos y etapas, con sus aficiones, sus convicciones y sus creencias. Eran las riendas del pensamiento que sostuvo con firmeza, sobre todo en los momentos que, por tener criterio propio, por entender que le asistía la razón y por defender ideas en silencio, de forma responsable, sin querer perjudicarse ni producir un clima de encono, los vientos soplaron más desfavorablemente.
      No importaba. Lo primero era su familia, los caballos de sus sentimientos; por eso actuó con un sentido de la responsabilidad fuera de lo común. Allí donde le enviaran, cumplió como imponía el deber. En cualquier departamento, en cualquier unidad donde habría de prestar servicios, Tomás fue diligente, atento, observador y cuidadoso. Nunca un mal gesto, nunca una grosería, nunca un rictus de desagrado. Estaba donde le habían asignado y allí era consecuente. En el colegio, en el complejo turístico, en el propio Ayuntamiento. O en las festividades donde participaba; o en obras sociales o en su faceta de dirigente deportivo, en una especialidad tan singular como el balonmano.
      A ese Tomás García Padrón, de comunes andanzas y aprendizajes infantiles, de posteriores cometidos humanos y profesionales que se caracterizaron por la lealtad y el recíproco respeto, le rindió ayer tributo, en su solemne festividad, la hermandad y cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno en la parroquia de la Peña. Reitero mi gratitud a le entidad por concederme esta oportunidad de compartir los sentimientos que inspiró su trayectoria vital y su fe religiosa, a la que dedicó no pocos afanes.
      Porque él estuvo vinculado a la hermandad desde su fundación, hace ya diecinueve años. Dos meses antes de fallecer, accedió a ser Hermano Mayor. Pero este título era lo de menos. Lo importante fue la seriedad con que se tomó su pertenencia al colectivo y supo imprimir en el desempeño de cada componente. Tomás se ocupaba como pocos, o como nadie, de cuidar el paso, de embellecerlo, detalle a detalle. Y en cada trayecto procesional, era el primero en procurar que todo luciera como tenía que ser.
      Antes de uno de esos trayectos, por cierto, en el exterior lateral del templo, en una jornada de Semana Santa, Tomás, vestido de nazareno, se acercó para imponer, sin estridencias ni alardes de ningún tipo, es decir como él mismo era,  la medalla que nos vincula de por vida a la cofradía como Hermano honorario.
      En la evocación del hecho, claro que emociona el gesto; pero, sobre todo, gratifica saber que provenía de un hombre hecho a sí mismo, que basó en la modestia, en la rectitud y en el sentido de la responsabilidad su razón de desenvolverse allí donde tuvo que hacerlo y donde le gustaba hacerlo.

      Fue una lástima que dejara de conducir el carruaje del que hablaba Platón. Pero mientras vivió, tuvo las riendas y los caballos de los sentimientos hicieron su recorrido con una percepción modélica. La de un esposo y padre ejemplar, la de un trabajador infatigable, cumplidor y responsable.

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