No, no era Namibia ni Indonesia ni Taiwan ni Bolivia ni Guatemala ni El Salvador ni Venezuela, con sus dos asambleas. No, no había rastro de alterados partidarios de gobiernos revolucionarios o socialcomunistas. Las banderas, el escenario eran identificables a la primera. Las cadenas televisivas transmitían los estertores políticos de un insensato que mandó a sus todavía leales a ocupar el Congreso para impedir la materialización de una derrota electoral. Era en los Estados Unidos de Norteamérica.
Si esa es la principal democracia del mundo, ¡cómo serán las demás! En Washington, su capital, se ha puesto el sol. Lo ocurrido pone al desnudo la debilidad del Estado, la democracia misma. Los daños morales son incalculables. Donald Trump, caprichoso el presidente, no es consciente del daño enorme que ha causado a su país, a su partido, a su democracia, al sistema electoral, a la institucionalidad. Muere (políticamente), matando. ¡Qué manera tan absurda, tan kamikaze, de poner fin (y esperemos que no pase más de aquí al próximo martes 20) a un mandato trufado de convulsiones que han eclipsado los supuestos logros de la ausencia de guerras y de la reducción del desempleo hasta niveles desconocidos.
Muy mal perdedor, lo de menos es que haya alentado el populismo. Alguien que se autoproclama presidente cuando todavía el recuento de votos no ha terminado, y que hace de la acusación de amaño electoral sin pruebas una bandera de todos los discursos, alguien que se pasa por el forro de sus caprichos el Estado de derecho y las enmiendas que haga falta de la Constitución, está comportándose de forma inadecuada y poniendo en peligro la estabilidad de una sociedad y de un país.
“Trump, go home”, parafraseando el célebre dicho que le decían al yanki invasor y que se entrometía en los asuntos internos de otros países, es ahora de aplicación. La violencia de ayer, en uno de los episodios más lamentables que registrará la historia de la democracia, tan tumultuosa, tan increíble, revela hasta donde el aliento conduce al descontrol, hasta donde la extrema derecha puede llegar cuando actúa creyendo que el poder es suyo y le pertenece.
Un presidente impredecible que saldrá por la puerta de atrás. Le han dejado hasta sin cuenta en las redes sociales. Insólito. Envuelto en un egocentrismo ilimitado e irracional, culmina su mandato con la insurrección de sus partidarios invadiendo el Capitolio. Aún gritaba alguno en Univisión, de madrugada, que “esto es nuestro y tenemos derecho a estar aquí”. ¿Derecho? Es la prueba de los elementos que, convenientemente aleccionados, emergieron como indicadores de inestabilidad y violencia. Un electorado polarizado, fuentes de información altamente partidistas, proliferación de ciudadanos armados, desordenes violentos y represión brutal. Los sociólogos, los politólogos y los investigadores tienen ante sí una bandeja donde se sirve falsas interpretaciones de resultados electorales ajustados y mal uso de los derechos políticos: Trump no es consciente (¿o sí?) del daño tan grande que ha causado. A su democracia, a su partido, a su país, a la convivencia… Y al mundo.
Y una pregunta para acabar: ¿cuál era el operativo de seguridad dispuesto en una sede institucional de esa importancia en un día donde se reunían para tomar tomar una decisión tan importante? Se supone que las investigaciones estarán en marcha.
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