Era la afirmación más repetida, la más socorrida:
-Te conozco, mascarita.
Aunque no fuera verdad. Era una forma de participar en el misterio, de alimentar el enigma. Eran otros tiempos de la fiesta. Menos derroche, menos espectáculo, más regocijo popular, más misterio.
Ese encanto desapareció con el tiempo, cuando se perdió el miedo, cuando la fiesta dejó de ser proscrita, cuando se convirtió en un acto normal de valentía salir a rostro descubierto y lucir disfraz sin necesidad de ocultarse o cubrirse la cara. Ciertamente, cuando la figura, uno de los símbolos carnavaleros de toda la vida, perdió su razón de ser.
Fue entonces, bien avanzada la década de los ochenta, cuando ya palidecía, la hora de la reivindicación. Hubo que imaginar fórmulas, como por ejemplo convertir aquella afirmación en ua interrogante:
-¿Me conoces, mascarita?
Recuerdo que la llegué a utilizar como título de una sección en las páginas de Carnaval -no sabría explicar por qué lo escribimos con mayúscula- que hicimos un par de años consecutivos en Diario de Avisos. Entrevistábamos a mascaritas de toda la vida que contaban sus hazañas y los planchazos que iban coleccionando. Hasta alguna situación comprometida afloraba en el relato nostálgico. Y ya a la desesperada, surgieron los mascarones. Pero no había nada que hacer: los jóvenes preferían otros modos de jolgorio, optaron por el ensayo más o menos reglado, la vocalización murguera y la danza comparsera.
Ahora, contrastada la práctica desaparición de la máscara de las calles y de los centros de diversión, comprobando que nadie la reclama ni la añora, ahora, que apenas quedan un mísero baile y alguna reminiscencia de concurso que, en todo caso, pasan inadvertidos, habrá que patentar otra cuestión:
-¿Dónde estás, mascarita?
Igual resurgen algún día. Cuando otras modas, como todas las modas, se evaporen. O alguien, algún avispado, impulse un "revival" con el suficiente gancho como para que todos se apunten y hagan bueno aquel título: retorno a los orígenes.
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