Si la vocación necesita de un ángel protector, de un resorte o de un impulso, sin duda era él.
Y es que a los once años, primero de bachiller, el periodismo ya tocaba a las puertas. Leía con avidez los periódicos y me entusiasmaba la radio. El fútbol también despertaba pasión. Por eso, causaba admiración que él, tan joven, un poco menos niño, tomara notas en el campo y dejara cualquier cosa para llamar desde la central telefónica e informar de resultados o dictar una crónica de lo que había acontecido. Cuando luego veía su nombre y apellidos en los papeles, al pie de algún artículo o información, la admiración aumentaba.
Fue así, con él, con Juan Cruz Ruiz como empezó todo. Me sentía capaz de escribir, le hice una entrevista a mi compañero de pupitre (Andrés Carballo, que jugaba en el infantil Peñón), la pasé a máquina y se la entregué con cara implorante de publicación. Debió notárseme porque la releyó y dijo que la enviaría tal cual. Al lunes siguiente, aparecía publicada en ‘Aire Libre’. Ese fue el bautismo.
Con él aprendí, fue el primer maestro. Me enseñó los géneros y me corrigió. En una ocasión, en privado, después de un cierto alarde, precisó:
—Eres cronista, no periodista.
Y esa lección, entre otras muchas, no se olvida. Como otra más reciente, de hace un año vamos. Desde hace mucho tiempo, al saludarnos, con toda cordialidad, le digo ‘maestro’.
—Oiga, más ‘maestro’ será usted-, replicó de forma ocurrente, reiterando con detalle fotográfico la anécdota y los personajes de tan peculiar réplica.
Desde entonces, hemos seguido nuestros respectivos pasos. El voló alto, muy alto. Lo anticipó un día Genaro Torres, con voz grave, cuando ganó el premio ‘Benito Pérez Armas’, en un vetusto banco de la plaza del Charco, cerca del salón de futbolines donde le entregué aquel escrito con la primera entrevista:
—Aprende, fíjate si hay talento en ese muchacho que va a llegar muy lejos, ya lo verás.
Visto. Periodista y escritor de relieve. Columnista, editor. Conferenciante, contertulio. Siempre con el Puerto natal, con el barranco de su niñez, con su copiosa juventud en las entretelas de su producción, con los personajes que dejaron huella, en el prodigioso territorio de su memoria que reluce en cada cita, en cada entrevista.
Hace algún tiempo, por cierto, compartimos un plató televisivo. Sin explicitarlo, hicimos todo lo posible para que aquello no pareciera una entrevista, queríamos que se convirtiera en una conversación sobre nuestras vidas, sobre los hitos de nuestras trayectorias en el periodismo, en la comunicación, en la política. Creo que lo conseguimos.
Sólo tengo entonces palabras de gratitud y de reconocimiento. Juan prologó mi primer libro y Juan, como ocurriera allá por los sesenta del pasado siglo con aquel semanario deportivo de los lunes, canalizó una colaboración firmada en ‘El País’.
Y su humildad personal. Esa es otra. Y su tolerancia. Más cualidades. Nada deslumbrado por los oropeles de codearse con grandes literatos y con figuras relevantes de la vida pública, siempre se comportó con naturalidad y siempre estuvo a la altura de sus paisanos, de sus amigos y de sus admiradores.
—Presidente, este delegado que tienes en Canarias es paisano y siempre me llama ‘maestro’-, le dijo a Rodríguez Zapatero antes de un mitin en Las Palmas de Gran Canaria. Juan, recuerdo, fue el único periodista que tuvo acceso a la sala de espera del presidente del Gobierno.
Después, cuando el cese en la Delegación, Juan fue de los primeros en llamar para alentar, para dar otra lección de compañerismo y de leal amistad que se traduce casi en cada viaje suyo a las islas, cuando siempre llama, para que esté presente en algún acto suyo o le acompañe a visitar a sus hermanas.
Sin duda, es la prolongación de aquella aparición suya de la infancia, tan determinante en la vocación periodística de uno. Un ángel, un resorte, un impulso… Y sobre todo, un maestro.
Y es que a los once años, primero de bachiller, el periodismo ya tocaba a las puertas. Leía con avidez los periódicos y me entusiasmaba la radio. El fútbol también despertaba pasión. Por eso, causaba admiración que él, tan joven, un poco menos niño, tomara notas en el campo y dejara cualquier cosa para llamar desde la central telefónica e informar de resultados o dictar una crónica de lo que había acontecido. Cuando luego veía su nombre y apellidos en los papeles, al pie de algún artículo o información, la admiración aumentaba.
Fue así, con él, con Juan Cruz Ruiz como empezó todo. Me sentía capaz de escribir, le hice una entrevista a mi compañero de pupitre (Andrés Carballo, que jugaba en el infantil Peñón), la pasé a máquina y se la entregué con cara implorante de publicación. Debió notárseme porque la releyó y dijo que la enviaría tal cual. Al lunes siguiente, aparecía publicada en ‘Aire Libre’. Ese fue el bautismo.
Con él aprendí, fue el primer maestro. Me enseñó los géneros y me corrigió. En una ocasión, en privado, después de un cierto alarde, precisó:
—Eres cronista, no periodista.
Y esa lección, entre otras muchas, no se olvida. Como otra más reciente, de hace un año vamos. Desde hace mucho tiempo, al saludarnos, con toda cordialidad, le digo ‘maestro’.
—Oiga, más ‘maestro’ será usted-, replicó de forma ocurrente, reiterando con detalle fotográfico la anécdota y los personajes de tan peculiar réplica.
Desde entonces, hemos seguido nuestros respectivos pasos. El voló alto, muy alto. Lo anticipó un día Genaro Torres, con voz grave, cuando ganó el premio ‘Benito Pérez Armas’, en un vetusto banco de la plaza del Charco, cerca del salón de futbolines donde le entregué aquel escrito con la primera entrevista:
—Aprende, fíjate si hay talento en ese muchacho que va a llegar muy lejos, ya lo verás.
Visto. Periodista y escritor de relieve. Columnista, editor. Conferenciante, contertulio. Siempre con el Puerto natal, con el barranco de su niñez, con su copiosa juventud en las entretelas de su producción, con los personajes que dejaron huella, en el prodigioso territorio de su memoria que reluce en cada cita, en cada entrevista.
Hace algún tiempo, por cierto, compartimos un plató televisivo. Sin explicitarlo, hicimos todo lo posible para que aquello no pareciera una entrevista, queríamos que se convirtiera en una conversación sobre nuestras vidas, sobre los hitos de nuestras trayectorias en el periodismo, en la comunicación, en la política. Creo que lo conseguimos.
Sólo tengo entonces palabras de gratitud y de reconocimiento. Juan prologó mi primer libro y Juan, como ocurriera allá por los sesenta del pasado siglo con aquel semanario deportivo de los lunes, canalizó una colaboración firmada en ‘El País’.
Y su humildad personal. Esa es otra. Y su tolerancia. Más cualidades. Nada deslumbrado por los oropeles de codearse con grandes literatos y con figuras relevantes de la vida pública, siempre se comportó con naturalidad y siempre estuvo a la altura de sus paisanos, de sus amigos y de sus admiradores.
—Presidente, este delegado que tienes en Canarias es paisano y siempre me llama ‘maestro’-, le dijo a Rodríguez Zapatero antes de un mitin en Las Palmas de Gran Canaria. Juan, recuerdo, fue el único periodista que tuvo acceso a la sala de espera del presidente del Gobierno.
Después, cuando el cese en la Delegación, Juan fue de los primeros en llamar para alentar, para dar otra lección de compañerismo y de leal amistad que se traduce casi en cada viaje suyo a las islas, cuando siempre llama, para que esté presente en algún acto suyo o le acompañe a visitar a sus hermanas.
Sin duda, es la prolongación de aquella aparición suya de la infancia, tan determinante en la vocación periodística de uno. Un ángel, un resorte, un impulso… Y sobre todo, un maestro.
Maestro que ha recibido el reconocimiento de su pueblo: la medalla de oro de la ciudad otorgada por el Ayuntamiento tras la iniciativa de la alcaldía. Estábamos presentes en el Castillo San Felipe cuando hicieron el anuncio. Un galardón más que merecido: la producción intelectual de Cruz Ruiz, su contribución a la proyección de la ciudad, su predisposición a cooperar con quien se lo pide son méritos más que suficientes.
Y el pueblo estuvo a su lado: llenó el salón de plenos. Se puso en pie para rubricar el acto de la entrega. Amigos, compañeros, ciudadanos de toda condición quisieron compartir tan emotivo momento. Habló del pasado, de sus progenitores, de coetáneos, de vivencias, de algún episodio vivido en primera persona y subrayó la inutilidad del rencor antes de ponderar la gran lección de generosidad que habían impartido varios médicos locales.
Digámoslo: los prolongados aplausos sonaron más cariñosos que otras veces.
El maestro había impartido otra lección que hacía honor al oro recibido.
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