sábado, 16 de mayo de 2009

ALLI DONDE LOS NIÑOS SIENTEN Y APRENDEN

Está demostrado que no se valora lo que está más al alcance. Por la razón que sea, porque lo vemos todos los días, porque nos parece normal, porque funciona bien y no produce estridencias…
Y esa actitud, claro, despierta cierta indiferencia. Indolencia, más bien. Y así, somos incapaces de entender la abnegación de un colectivo, el alcance de una obra social, la predisposición para mitigar o solucionar un problema que puede agravarse si no se ataja, la perseverancia como regla de trabajo y que es válida hasta para compensar la carencia de recursos…
Los portuenses somos muy dados a eso: a no otorgar el valor que realmente entraña la entrega de gentes que trabajan por los demás; de personas que se esfuerzan para que quienes la necesitan, a la edad que sea, reciban la asistencia adecuada; de colectivos que realizan prestaciones muy estimables a favor de determinados grupos sociales.
Es el caso del centro educativo “Matilde Téllez”, localizado en pleno centro de la ciudad, en el antiguo cuartel de la Guardia Civil. Pocas veces una restauración resultó tan útil. Allí están las monjas de la congregación Hijas de María Madre de la Iglesia. Allí atienden a niños abandonados, a hijos de familias desestructuradas y a niños cuyos padres tienen difícil, por aquello de los horarios, compatibilizar la atención y la educación con sus ocupaciones laborales o profesionales.
Rosa, Amparo, antes María… la labor de las monjas es inconmensurable. El calor humano que prestan a quienes de verdad lo precisan es digno de reconocimiento. Allí forjan la que es una auténtica educación en valores. Ellas aportan los que reemplazan la convivencia familiar perdida. Allí huele todo a ingenuidad, a nobleza, a sacrificio, a humanismo.
Por eso, algunas estampas son conmovedoras. Ver a los niños del “Matilde Téllez” pasear por las calles peatonales de la ciudad, uniformados o no, atendidos por sus cuidadoras, a veces cantando, detenidos ante algo que les llama la atención, a veces recitando versos infantiles, tan limpitos, con sus sonrisas alegres, con sus miradas descubridoras del paisaje y del paisanaje, verles, decíamos, es conmovedor, ilusionante.
Han tenido la desdicha de la que no son conscientes ni culpables. Pero han encontrado la mano amiga, el calor de hogar necesario para afrontar el primer ciclo de su formación vital. Allí les enseñan, allí aprenden… Ya entenderán algún día lo del pluralismo racial y nacionalidades varias.
Ya deben ser unos cuantos los que allí han fraguado sus años de infancia. Seguro, seguro que no los olvidarán. La congregación puede sentirse orgullosa de esa inmensa obra, hecha en medio de la sociedad egoísta e insolidaria.
Es triste que no sea ponderada lo suficiente. Si no la tuviéramos, lo lamentaríamos. Y si fuera en otras latitudes, seguro que la ensalzaríamos. Pero lo más importante es que tal obra, su espíritu y su materialización, no se detienen. De eso hay que congratularse.
¡Ánimo!

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