Hoy que andamos de aniversario constitucional, subrayemos la vigencia de la norma suprema y su utilidad en ese pulso al Estado que echó un colectivo de privilegiados profesionales, en un todo o diez de últimas para el que sus mentores no midieron dos cosas: ni el clamor popular ni la firme reacción del Gobierno que, salvo en la formalidad de la ausencia del presidente en el momento de anunciar la declaración de un estado de alarma sin precedentes, ha gestionado bien la crisis, reaccionando con firmeza, agotando las vías de entendimiento y secuenciando bien los pasos y las medidas a adoptar, previstas, como decimos en el marco constitucional.
En el día después del caos, del que duramente nos reponemos en Canarias con la propina de otro desagradable fenómeno meteorológico adverso, en ese día, cuando ya se dispone de la primera perspectiva para analizar lo ocurrido y van creciendo los volúmenes de información y opinión, una de las primeras conclusiones es que el pulso ha causado un daño tremendo. Es verdad que Ronald Reagan adoptó en su día una solución similar en un conflicto similar y los Estados Unidos apenas menguaron su condición de imperio pero siempre hay que revitalizar la comparación. Y esta, mucho más.
Es un daño paliado porque los resortes de la estructura -esos que creemos que no es necesario activar nunca- resistieron y funcionaron adecuadamente, aportando las necesarias dosis de sensatez plasmadas en las reglas del juego constitucionales a las que siempre apelamos en abstracto pero que aquí han tenido una concreción evidente.
Más difícilmente mensurables son los efectos dañinos sobre la imagen o la oferta turística del país y no digamos de Canarias. Ya no era la carencia de información -en realidad, hasta que no se consumaran algunas decisiones, apenas podía decirse algo sobre alternativas- sino la impotencia y la indefensión las que condicionaron el comportamiento de cientos, de miles de personas, turistas extranjeros que iban o venían, o paisanos y compatriotas que pensaban disfrutar de unos días de asueto en el mar, en la montaña o en la casa de los parientes. No digamos de aquellos casos que precisaban desplazarse en esos días para una intervención quirúrgica o para acompañar el féretro de un familiar fallecido, como pudo verse en New York.
Desde aquel 23-F de infausto recuerdo pero de feliz solución, no se había vivido una situación de incertidumbre y de inquietud social parecida. Aquel suceso sirvió para que la sociedad española madurase, para que los avances hacia la consolidación de la democracia fueran ya inexorables y para que se palpara el hecho de que si nos habíamos dado una Constitución, había que respetarla, cumplirla y hacerla cumplir.
Ahora, con los avances tecnológicos, hasta un Rey coyunturalmente ausente ha rubricado una resolución sin precedentes que ha permitido encauzar el pulso que una formación política, obcecada, sencillamente obcecada con un adelanto electoral, no ha querido, no ha podido o no ha sabido medir su auténtica dimensión. Lo mismo que ocurrió con los controladores protagonistas del pulso que ahora tendrán que cargar con unas responsabilidades que seguro no calcularon como debían. ¿Habrán aprendido unos y otros que no todo vale?
Menos mal que el estado de alarma y la militarización del servicio estaban en la Constitución. Y la Carta Magna, vigente.
En el día después del caos, del que duramente nos reponemos en Canarias con la propina de otro desagradable fenómeno meteorológico adverso, en ese día, cuando ya se dispone de la primera perspectiva para analizar lo ocurrido y van creciendo los volúmenes de información y opinión, una de las primeras conclusiones es que el pulso ha causado un daño tremendo. Es verdad que Ronald Reagan adoptó en su día una solución similar en un conflicto similar y los Estados Unidos apenas menguaron su condición de imperio pero siempre hay que revitalizar la comparación. Y esta, mucho más.
Es un daño paliado porque los resortes de la estructura -esos que creemos que no es necesario activar nunca- resistieron y funcionaron adecuadamente, aportando las necesarias dosis de sensatez plasmadas en las reglas del juego constitucionales a las que siempre apelamos en abstracto pero que aquí han tenido una concreción evidente.
Más difícilmente mensurables son los efectos dañinos sobre la imagen o la oferta turística del país y no digamos de Canarias. Ya no era la carencia de información -en realidad, hasta que no se consumaran algunas decisiones, apenas podía decirse algo sobre alternativas- sino la impotencia y la indefensión las que condicionaron el comportamiento de cientos, de miles de personas, turistas extranjeros que iban o venían, o paisanos y compatriotas que pensaban disfrutar de unos días de asueto en el mar, en la montaña o en la casa de los parientes. No digamos de aquellos casos que precisaban desplazarse en esos días para una intervención quirúrgica o para acompañar el féretro de un familiar fallecido, como pudo verse en New York.
Desde aquel 23-F de infausto recuerdo pero de feliz solución, no se había vivido una situación de incertidumbre y de inquietud social parecida. Aquel suceso sirvió para que la sociedad española madurase, para que los avances hacia la consolidación de la democracia fueran ya inexorables y para que se palpara el hecho de que si nos habíamos dado una Constitución, había que respetarla, cumplirla y hacerla cumplir.
Ahora, con los avances tecnológicos, hasta un Rey coyunturalmente ausente ha rubricado una resolución sin precedentes que ha permitido encauzar el pulso que una formación política, obcecada, sencillamente obcecada con un adelanto electoral, no ha querido, no ha podido o no ha sabido medir su auténtica dimensión. Lo mismo que ocurrió con los controladores protagonistas del pulso que ahora tendrán que cargar con unas responsabilidades que seguro no calcularon como debían. ¿Habrán aprendido unos y otros que no todo vale?
Menos mal que el estado de alarma y la militarización del servicio estaban en la Constitución. Y la Carta Magna, vigente.
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