De madrugada, el lunes pasado, ya fue imposible dormir. La temida borrasca, mejor dicho, el fenómeno meteorológico adverso, tardó en llegar pero, finalmente, hizo su aparición, Se alteró el sueño entonces, primera señal de los estragos que empezaba a causar. El silbido del viento penetraba entre las rendijas. Se escuchaba ruido de golpes, de impactos y de agitación de toldos. Las primeras luces advertían de los estragos: hamacas y parasoles habían volado desde azoteas, balcones y terrazas y quedaban estacionados en las calles, donde no se veía un alma, donde los habituales a esas horas prefirieron lógicamente mantenerse refugiados.
Seguía soplando el viento mientras los primeros testimonios en los espacios informativos convergían en un menor tremendismo. Pero, claro, faltaban elementos de información. Por eso, a medida que pasaban las horas y se iban conociendo, pintaron bastos. La realidad era otra: palmeras y árboles derribados, toldos que volaron o quedaron doblados. Los contactos telefónicos con familiares y amigos, para ver qué tal por ahí, confirmaron que la cosa era grave, inquietante.
Tiendas cerradas, terrazas públicas recogidas y sin actividad, quioscos sin periódicos, circulación rodada al mínimo... Por las calles más céntricas sólo transitan turistas con atuendo veraniego extrañados de la nula actividad. Al mediodía, las informaciones que llegan de núcleos de municipios cercanos confirman que el viento se ha ensañado.
Al fenómeno no le falta nada. Truenos que retumban proporcionan otro sonido al almuerzo y la sobremesa. Las imágenes de los estragos confirman la intensidad de lo que está siendo algo más que una borraca. Por fortuna, los daños sobre personas son menores. Aunque el susto no se lo quita nadie. Aparece la lluvia. Aparece con fuerza. Como que se agradece, sobre todo pensando en que el viento se calme. Las calles, donde se acumulan restos y desechos, se empapan. Brigadas de servicios de recogida inician una labor de limpieza y retirada de las huellas de la adversidad meteorológica.
Un paseo por las inmediaciones suscita pena y desconsuelo. Qué desastre, la expresión más escuchada. Es el día más raro de los últimos tiempos. Visto desde la habitación y vivido durante unas horas fuera, en la calle, donde tras la lluvia el viento vuelve a soplar con intensidad al caer la tarde.
A todas estas, no hay cacharros, no se escuchan. Es la víspera de San Andrés. La mayoría de los niños, lógicamente, se ha quedado en casa. La tradición se ve fuertemente condicionada, puede decirse que no se ha mantenido. Que 2010, por culpa del fenómeno, ha sido el año en que nos quedamos sin cacharros. Cuando los remolinos y las ráfagas recobran fuerza, las calles se vacían del todo. Ya sólo queda esperar al padre de todos los partidos por televisión, esto es, un Barcelona-Real Madrid de fútbol de expectación inusitada. Cuando finaliza, entre unas cosas y otras, apenas unos claxons celebran la goleada blaugrana.
No estaba la cosa para fastos populares. Así terminaba la jornada más rara. A ver qué traería San Andrés el día después.
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