En cabeza del crecimiento de la
desigualdad social. Ahí está España, en la clasificación de un informe
elaborado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos
(OCDE) que consagra lo que, en lenguaje común, se ha venido gestando en este país a lo largo
de los últimos tiempos: hay más pobres y más ricos, como han aumentado los
índices de pobreza y de riqueza en una sociedad cuya clase media va
evaporándose progresivamente.
Cierto
que el estudio de la OCDE engloba el período comprendido entre 2007 y 2010 pero
es indicador de registros posteriores que contabilizan la evolución de la deuda
pública, las restricciones en el gasto social, el aumento de la imposición
indirecta y la aplicación de los repagos (mejor que copagos), con lo que los
niveles de desigualdad han aumentado considerablemente. Los datos comparativos
del informe lo corroboran: en ese período de tiempo, los ingresos del 10% de la
población más pobre cayeron un 14%, en tanto que los recursos del 10% más rico
solo han disminuido un 1%. Consecuencia de ello, en el cuatrienio 2008-2012,
los ingresos de los españoles bajaron en casi dos mil seiscientos euros por
persona, lo que significa la cuarta mayor caída de los países desarrollados,
sólo por detrás de Islandia, Irlanda y Grecia.
Más
paro, más deuda y más pobreza, en definitiva. Veamos otros datos: el déficit
público en 2011 fue del 5,2%. Y dos años
después, el déficit con respecto del Producto Interior Bruto (PIB) se eleva al
5,5%. El pasado año, el déficit de la Seguridad Social española rondó los once
mil millones de euros. Las recetas del Gobierno de España no han servido: ni la
subida de impuestos ni la devaluación de las pensiones ni los recortes en las
becas y en las prestaciones por desempleo. Y eso que las comunidades autónomas
se han visto obligadas a afrontar notables restricciones en sanidad y
educación. Por no hablar de una reforma laboral que ha limitado derechos de los
trabajadores, facilitando su despido y generando bajadas salariales.
No
son de extrañar, por consiguiente, las conclusiones del informe de la OCDE.
Esta importante brecha que se desprende de las cifras y los porcentajes pone de
relieve que las condiciones de recuperación son extremadamente complicadas. La
pesada carga del desempleo, además, merma tal propósito. Esto es lo que más
debe preocupar: la desigualdad social, complicada premisa para estimular el
desarrollo económico, para crecer y lograr índices de competitividad que
reflejen un cambio de rumbo. Y ahí es donde deben esmerarse quienes ofrezcan
alternativas más allá de criterios economicistas y de contención del gasto
público: acercar o equilibrar solo será posible con unas mínimas y sólidas
bases que recompongan el pacto social, válidas también para asegurar una
productividad sostenible en los distintos sectores, la recuperación de rentas,
la igualdad de oportunidades y los avances sociales.
Si
se hace caso a la OCDE, el camino para que la brecha de desigualdad no se haga
insalvable es claro: políticas sociales específicas y previsión de recursos
para frenar el crecimiento de los más desfavorecidos y sus servidumbres. Si no,
ya se sabe: más deuda, más paro y más pobreza. Así de sencillo.
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