La liberación de Javier
Espinosa y Ricardo García Vilanova, los periodistas españoles del diario El Mundo secuestrados en Siria durante
más de seis meses, llenó el domingo de una inusitada alegría no solo en su
redacción sino en todos los ámbitos periodísticos y entre sus familiares. Era
el punto final a un largo período de incertidumbre, de desconocimiento de la
suerte que habían corrido quienes habían escogido un escenario bélico, uno más,
para contar el ardor y las atrocidades.
Hay que congratularse de la noticia, naturalmente, sobre
todo después de otros hechos ocurridos durante la semana que tuvieron también
en la órbita de la comunicación unas destacadas referencias, algunas nada gratificantes.
En Madrid, por ejemplo, se registraron algunas agresiones
policiales a reporteros que cubrían manifestaciones de protesta. Efectivos
antidisturbios, en efecto, llegaron a amenazar, persiguieron y empujaron a
informadores, redactores y gráficos, que estaban allí para ver qué sucedía y
contarlo. Es decir, cumplían con su deber. Hay pruebas videográficas de lo
ocurrido, pruebas que ponen de relieve el riesgo de estos cometidos
profesionales. Cierto que aún estaban frescas las secuelas del final de las denominadas
‘Marchas por la dignidad’ -¿a quién interesaba que las reventaran, con aquella
violentísima y deplorable terminación?- y podía pensarse, por tanto, que un
nuevo escenario de escarceos, golpes, enfrentamientos y quebrantos se iba a
desarrollar; pero ello no significaba que eran los representantes de los medios
de comunicación quienes habrían de pagar los vidrios rotos, nunca mejor
empleada la tópica expresión. A este paso, los periodistas van a ser vistos, en
manifestaciones o concentraciones, como enemigos. Peligro.
Y como no hay dos sin tres, un suceso que terminó no
siéndolo en las cercanías de la costa sur de Gran Canaria, un avión flotaba
sobre el mar, encendió nuevamente el debate de la inmediatez y del papel de las
redes sociales. Aunque esta vez no puede culparse a medios o periodistas
concretos que, en todo caso, ante la magnitud del hipotético suceso,
hicieron lo que debían: tratar de
confirmar lo que se decía había ocurrido en fuentes oficiales. Éstas ya habían
activado los resortes de cierta difusión, después de las llamadas recibidas y
las transmisiones de información efectuadas, por lo que durante un tiempo, con
la ansiedad propia de estos casos, se trabajó sobre el insólito hecho de un
avión (omitamos los detalles) que flotaba en el mar. La controversia, cuando se
comprobó la realidad del buque que remolcaba, estaba servida. Queda el consuelo
de saber -si así puede denominarse- que los protocolos y la puesta en marcha de
los dispositivos fueron activados de inmediato.
De este caso, un apartado: el de la inmediatez o
instantaneidad de las que nos henos ocupado en algún comentario anterior. Está
claro que, de haber sido cierta, esta noticia es de las que hay que
transmitirla, sobre todo por las consecuencias que hubiera tenido. Y quienes
están en el trance de ofrecerla, entre apremios, trataron de verificarla en
fuentes oficiales, es decir, entre quienes se supone que estaban en condiciones
de decir sí o no, de qué se trata, cuándo y en qué punto. Llámese negligencia o
malentendido, lo cierto es que se dio lugar a una situación insólita y hasta
ridícula. Aunque nadie la hubiera deseado, desde luego.
Sostienen periodistas y directores veteranos que la
noticia hay que contrastarla al menos por tres fuentes diferentes. Leopoldo
Fernández, ex director de Diario de
Avisos, por ejemplo, cuenta que en etapa de Europa Press, anticipó en noviembre de 1975 la noticia del
fallecimiento de Franco. Al instante recibió una llamada del ministro León
Herrera: “Te has precipitado. El caudillo está aún vivo”, le dijo. Fernández
refutó: “Lo siento ministro pero tengo tres fuentes donde puedo confirmarlo”. Y
por ello transmitió el teletipo.
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