Al
final, el fiasco de la revolución bolivariana derivó hacia un golpe
de Estado y un régimen totalitario en el que no hay división de
poderes. Y para colmo, se enredan en un galimatías sobre el cuándo
de los próximos procesos electorales y el por qué, sí o no, de la
participación de las organizaciones opuestas al hegemónico Partido
Socialista Unificado de Venezuela (PSUV). La política venezolana es
un esperpento prolongado, a la espera de que organismos y tribunales
internacionales pongan en evidencia la infracción sistemática de
las más elementales normas democráticas y jurídicas. Pero ni
quizás eso haga sonrojar a quienes nada les importa la Constitución
que ellos mismos aprobaron -para alumbrar otra en que se consagra el
pensamiento único, el régimen comunista y la perpetuidad en el
poder- y ahora la han retorcido hasta hacerla añicos y liquidar de
una tacada la expresión de la soberanía popular.
La
salida de Venezuela del callejón en que metieron al país los
herederos de Chávez es una opción desesperanzada, plagada de hechos
inconsútiles, un viaje a ninguna parte (mejor dicho, sí: al
abismo), con una inflación que avanza al galope tendido, con una
fractura social que es una abertura en canal, con una
institucionalidad hipercontralada desde el punto de vista político y
con una hipoteca ante potencias como Rusia o China que es el fruto de
golpes de tango. La recuperación es una asignatura imposible de
aprobar durante décadas. Los herederos han dado el golpe para
quedarse, para acapararlo todo, para pertrecharse incluso ante las
imputaciones de narcotráfico que pesan sobre algunos prebostes y
ante las que Estados Unidos -acordémonos del panameño Noriega- anda
al acecho. No les importa haber aislado al país, haberlo hecho ganar
un desprestigio internacional como no se recuerda en procesos
históricos.
Las
consecuencias que se viven ahora mismo son hambre, penurias,
tribulaciones, desasosiego, carencias sanitarias, inseguridad... Los
testimonios de personas mayores en las colas que anteceden a los
establecimientos de alimentación son sobrecogedores. Ahí
contrastamos el sufrimiento de un pueblo que no tiene horizontes y
que ya está harto de palabrería y de incumplimientos, que se ha
cansado de todo y de todos, mientras su poder adquisitivo se evapora
y los recursos del país se dilapidan sin orden ni concierto ni
proyección económica alguna.
Venezuela
se apaga sin remisión. No hay necesidad de dramatizar cuando las
informaciones van reflejando el caos. Unos gobernantes no pueden
serlo pensando en el ellos y nosotros, amenazando en perseguir a
unos, en hacer apelaciones a la paz y a la unidad para luego lucir
todo lo contrario, da igual si es con mentiras y manipulaciones. La
revolución fracasó: esta es la gran verdad que los herederos del
chavismo no quieren reconocer. No han tenido estatura de gobernantes,
de hombres de Estado, hundieron la democracia, desmoralizaron al
pueblo, le obligaron a emigrar y a privarse de tantas cosas.
Y
todavía quieren convencer de sus afanes justicieros: hablan de una
Comisión de la Verdad, como si el Gobierno no hubiera tenido que ver
con una crisis de orden público que costó más de cien vidas, miles
de heridos, pérdidas millonarias y hasta presos políticos,
procesados, por cierto, por la vía militar. Como hablan -con rencor
y afán de venganza- de una digna Fiscal, Luisa Ortega Díaz, que se
dio cuenta de lo que se avecinaba y no se prestó a las componendas
para derribar la arquitectura constitucional y poner en solfa ni más
ni menos que el poder judicial. Como hablaron de armas, si fueran
necesarias para alcanzar sus objetivos.
La
Fiscal, por cierto, tras una abrupta salida del país, dice tener
pruebas -de corrupción desmedida, ha precisado- que implican al
presidente de la República y otros altos cargos en el tristemente
célebre caso Odebrecht, la
mayor red de corrupción político-administrativa que se conoce en el
ámbito sudamericano.
Cualquiera
sabe si podrá esgrimirlas -esperemos que su integridad física no
corra peligro- y con ellas tratar de poner fuera de la ley a quienes,
además de malos gobernantes, han demostrado, en esto de la cosa
pública, no tener escrúpulos.
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