Han
homenajeado en vísperas del 47 Trofeo Teide de fútbol (que ahora,
por aquello del patrocinio, se llamará Teide Markomilk: un
poco raro suena) a Antonio Oliva Ávila (Los Realejos, 1936),
junto al colaborador Jonay Martín.
Es
un acto de estricta justicia: si alguien del norte vinculado al
fútbol merece un reconocimiento, ese es Oliva, a quien conocimos
hace muchísimos años, siendo niños, cuando nos acercábamos,
libreta en mano, a pedir la alineación del realejero infantil San
Agustín, uno de los equipos que entenó. Aquella atención, aquella
comprensión con el chiquillo que quería ser cronista, era la mejor
expresión de su bonhomía, acreditada sobradamente en toda su
trayectoria posterior.
Ya
no quedan futboleros así, es decir, personas que viven desde dentro
su pasión por el fútbol pero también por la vida, enseñando,
entrenando, escuchando y ayudando a los demás; orientando y guiando
a quienes anden en proceso de formación; aconsejando sobre cómo
conducirse en la cancha y fuera de ella; aguantando desplantes y
ordinarieces o comportamientos antideportivos.
Oliva
ha sido uno de esos románticos que exprimió el fútbol sin que se
notara, sin ánimo de lucro, sin otra aspiración que la de hacerlo
mejor, más llevadero y más didáctico, especialmente en las
categorías de base.
Ese
homenaje, por tanto, es más que merecido. Iba para árbitro pero su
talante difícilmente podía soportar los improperios, así que
prefirió los espacios acotados para entrenar, las casetas limitadas,
los banquillos (donde había) y las botellas de agua como primer
auxilio. Siempre educado, siempre mesurado. Tanto, que a veces ni se
escuchaba su voz alentando o dando indicaciones. La figura de Antonio
Oliva recorrió los campos tinerfeños: generaciones de jugadores le
deben las primeras enseñanzas, las primeras tácticas, los primeros
desempeños en cualquier demarcación.
Otro
realejero inolvidable, Santiago Palmero, que hizo de informador y de
dirigente, dejó constancia de sus primeros afanes en el campo del
barranco (actual colegio Agustín Espinosa): “Allí veló sus
primeras armas como entrenador de fútbol, en las peores condiciones
que cabe imaginarse. A veces era el balón roto. Otras, la
incomodidad del medio. Sin embargo, aquel pedregoso y probre terreno
fue rico vivero durante años de buenos jugadores y mejores
deportistas”.
Oliva
se fue haciendo a sí mismo. Buscaba huecos en la carpintería donde
trabajaba para esmerarse en su formación como preparador de fútbol
y logró titularse como tal. Siempre humilde, atento, correcto... De
esas cualidades saben mucho no solo en su Realejos del alma sino
también en La Orotava y en La Vera. En Icod y en San Juan de la
Rambla, lugares donde también entrenó. En el sector Longuera-Toscal
fue un baluarte decisivo para que fructificara aquel serio proyecto
de escuela de fútbol que aún aporta frutos. Saludaba a todos y
todos le saludaban porque veían en él no solo al caballero del
deporte sino a la persona cabal que nunca se enfadaba y que siempre
obtenía una enseñanza de cada situación.
Este
reconocimiento de la organización de una de las competiciones
veraniegas más llamativas de España es más que merecido. Si
alguien se hizo acreedor de ese tributo, por todas sus cualidades y
la modestia con que ha atesorado uno de los más completos saberes
del fútbol norteño, ese es Antonio Oliva, el entrenador que
difícilmente decía 'no' o reprochaba a los árbitros alguna
decisión o le decía a los juveniles que más importante que el
balón era terminar los estudios.
Oliva,
un ejemplo, un grande de verdad.
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