La nueva gran crisis de los cayucos, aunque sea más propio hablar de las migraciones irregulares desde África, está poniendo al Gobierno al borde de su capacidad de resistencia. Una concatenación de errores y de inhibiciones hace que la dimensión de esa tragedia humana sea una suerte de fenómeno de nuestro tiempo sin solución, ora en el Mediterráneo ora en el Atlántico ora allí donde no haya que cruzar el mar en busca de una tierra de promisión.
Es difícil una respuesta para un problema de esta naturaleza pero peor resulta no tener una política de mínimos o no tomar la iniciativa siquiera para encontrar atajos o no explorar vías donde poder sembrar las semillas de nuevos escenarios donde el primer objetivo sea acabar con las rémoras del pasado y emprender rumbos futuros más igualitarios y solidarios. Pero, hasta eso, la pandemia es un serio obstáculo. Eso sí, para todos.
Pareciera que otro gobierno progresista no hubiera asimilado del todo la evolución de la crisis de la primera década del 2000. Ahí está uno de los libros del incombustible José Segura para tener en cuenta su singular experiencia como delegado del Gobierno en Canarias, en la que también hubo de luchar contra los elementos para persuadir al ejecutivo de Rodríguez Zapatero de lo que se venía encima y hacer ver a la Unión Europea que en aquellos años era la ruta canaria, con sus riesgos, su drama y todo lo demás, pero que, de no erradicar las organizaciones que trafican con seres humanos, se abrirían otros trayectos y se agravaría el problema. Así ocurrió.
No puede decirse que el Gobierno de Pedro Sánchez haya menospreciado a Canarias pero el tratamiento de este grave problema ha dejado mucho que desear. Demasiada pasividad y una sensación de que los departamentos querían –quieren- quitarse el muerto de encima, como si rehúyeran quemarse más. La gestión de la crisis revela, cuando menos, descoordinación. Ni siquiera las visitas y ciertas declaraciones de los ministros Escrivá y Grande-Marlaska sirvieron para apaciguar a la espera de posibles nuevas medidas que, tal como está el patio, la gente estima que no servirán para nada. Hasta el presidente del Gobierno de Canarias, no solo en comparecencias mediáticas sino también en sede parlamentaria, reflejó su incomodidad: expresó el malestar y el lamento de quien encabeza un ejecutivo que parece abandonado a su suerte en esta materia.
Por eso, y pese a todas las adversidades –hasta el buen estado de la mar y el empuje de la pandemia y sus efectos de hambruna, han colaborado-, el Gobierno de España debe corregir el rumbo y afrontar una nueva etapa en el tratamiento de este fenómeno porque Canarias no debe convertirse en un problema de Estado. Es una exigencia apropiada. Ese mensaje, ‘solos no podemos’, es preponderante, y no suena victimista aunque entrañe una apelación desesperada. La cooperación al desarrollo sigue siendo fundamental y hacer ver, en un despliegue de relaciones internacionales que empequeñezca lo realizado hasta ahora, que los retrasos sociales y económicos obligan a cambios de cultura y de patrones y que es indispensable frenar la corrupción, resultan primordiales para robustecer las estructuras de los Estados. Se trata de hacer algo más que administrar la miseria o desentenderse de las tribulaciones de los pueblos.
Porque no olvidemos que más abajo, pero cerca de Canarias, se está librando un conflicto, entre Marruecos y la República Árabe Saharaui Democrática, de imprevisibles consecuencias. Y que podría enredar más las cosas.
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