Aquel suicidio tan violento de un presidente constitucional y
democrático, aquel descaro de una intervención yanki en un país extranjero cuyo
Gobierno se empeñaba en defender sus recursos naturales, aquel ‘proceso social’
que entrañaba una vía chilena al socialismo… había despertado, en años
universitarios, sentimientos de admiración personal hacia Salvador Allende,
caído, junto a muchos compatriotas, en el infame asalto al Palacio de La
Moneda. Chile, Jara, el cinismo de Kissinger, el discurso radiado del presidente
en el fragor del bombardeo, Littin, Costa Gavras, la persecución, las
canciones, el juez Guzmán… el heroísmo, la resistencia de un pueblo, los
recuerdos y la cita de cada 11 de septiembre configuraron una especial
referencia que intuíamos no iba a durar toda la vida pero que iba a quebrar
-con el empleo de las urnas, nada que objetar- con un triunfo electoral
aplastante del modelo ideológico antagónico… ¡Quién lo iba a imaginar!
Pero es que tiene mucha razón el periodista venezolano Antonio de la
Cruz cuando escribe que “las elecciones ya no se deciden comparando programas,
sino administrando emociones:
cuando el miedo pesa más
que la esperanza, la política
deja de prometer y empieza a castigar”. Y esa es una realidad que
se va imponiendo. Otra cosa es cómo la administren las derechas y sus variables
que, en cualquier caso, giran en torno al mismo eje. Las elecciones no siempre
consagran un proyecto; a veces certifican un agotamiento. Es lo que ha ocurrido
en el país andino: la contundente victoria de José Antonio Kast —58,6% de los
votos, triunfó en todas las regiones, incluidas aquellas donde la izquierda se
sentía inexpugnable— pertenece más a esta segunda categoría. No es la
exaltación de una ideología extrema (pinochetismo) lo que explica el resultado,
sino el hartazgo acumulado frente a un experimento político que prometió
refundación y entregó frustración. La tesis del periodista De la Cruz es que
Chile ha entrado en el territorio más inestable de la política contemporánea:
“El del voto emocional, el del castigo, el de la ruptura como alivio
psicológico”.
En efecto, cuando un electorado siente que pierde
—seguridad, prosperidad, control sobre su vida cotidiana— deja de razonar en
términos de mejora y empieza a decidir en términos de reversión. Ya no pregunta
quién gobernará mejor, sino quién no es responsable de lo que considera un
deterioro. En ese momento, el riesgo deja de ser un problema. Se convierte en
una tentación.
La izquierda chilena, representada esta vez por una
militante del Partido Comunista, Jeannette Jara, no fue derrotada tanto por sus
ideas,
como
por su cercanía simbólica con el poder saliente. En política, cada vez es más
visible, el desgaste se hereda. Y el gobierno saliente de Gabriel Boric, que
accedió al poder, si se quiere, en un ambiente de épica generacional, terminó
prisionero de sus propios límites: expectativas desmesuradas, resultados
percibidos como insuficientes y un discurso que no supo adaptarse al
desencanto. Habrá que aguardar las repercusiones. Kast no es Piñera pues se ha
autoproclamado heredero o defensor del estilo y de la obra de Augusto Pinochet
y ahí radica el peligro. O sea, la resurrección (perdón) del pinochetismo que
llega a La Moneda por la vía democrática. Ese hecho, por sí solo, obliga a una
vigilancia cívica permanente. La democracia no se agota en el voto; se sostiene
en el respeto a las instituciones, a las libertades y a los límites del poder.
Antonio
de la Cruz es contundente en su conclusión: reducir este resultado a una
nostalgia autoritaria sería intelectualmente perezoso. Lo que ocurrió en Chile
no fue una reivindicación del pasado, sino una sanción al presente. El
electorado no votó por Pinochet; votó contra el desorden percibido. Y esa
distinción, aunque incómoda, es crucial para entender el momento. Si se ha
abierto, quién lo iba a decir, una vía chilena al extremismo.
1 comentario:
Se ve muy interesante el libro. La historia de los pueblos la hace la gente sencilla, héroes anónimos. Enhorabuena a la autora.
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